Una carta interrumpida
Hace algunos meses leyó una noticia en el periódico que le causó una honda impresión. Se puso ante el ordenador y comenzó a escribir una carta del siguiente tenor: «No sé si alguna vez te ha escrito alguien. Pero me imagino que no. Al leer cómo han discurrido los pocos años que has consumido de vida, tan sólo 8, no he podido resistir la tentación de manifestarte mi más sincera admiración y de enviarte unas palabras de aliento y de cariño. ¡Ojalá que a las mías se sumaran muchas otras!
Dice la prensa que tu madre es drogadicta y que ejerce la prostitución. Desconozco las circunstancias que la han podido llevar a una situación tan difícil. Pero estoy seguro de que las hay. Las cosas son como son y de poco vale lamentarse. Lo único que puedo decirte es que, cuando se nace del otro lado de la raya, ni siquiera se puede elegir: hay que tomar lo que te dan, por muy poco que sea.
Pero no es de tu madre de quien quería escribir, sino de ti. Dicen que con 8 años sabes cuidarte perfectamente, que tú sola llevas la casa, que eres una estudiante responsable y aplicada y que después de realizar las tareas de la casa, aun tienes tiempo para hacer los deberes».
Y no pudo escribir más. No sabía cómo seguir, ni si debía hacerlo. Pero un día, por casualidad, volvió a abrir el archivo de aquel escrito. Lo leyó y supo continuar aquella carta. Porque cayó en la cuenta de que, aunque llevaba la vida de una persona adulta, le estaba escribiendo a una niña.
Y continuó: «A los alumnos aplicados, les suelen hacer regalos. Permíteme que te haga uno. No tiene valor material. Es un simple cuento. Había una vez una joven mariposa, que tenía unas alas bellísimas, de color negro y azul, con puntos blancos y amarillos. Estaba aprendiendo a volar. Un día, apareció en el cielo gris un nubarrón y descargó tanta cantidad de agua, que se empaparon las alas de la joven mariposa. Volvoreta, que así se llamaba, no pudo volar y acabó siendo arrastrada por uno de los arroyuelos formados por la lluvia. Aunque batía desesperadamente sus alas, en el dorso de su tórax comenzó a dibujarse la calavera de las mariposas de la muerte. Pero, cuando estaba a punto de desfallecer, se topó con un objeto duro que, de pronto, empezó a moverse. Era la concha de una tortuga. Se subió sobre ella y se dejó transportar, extenuada, sin saber a dónde la llevaba. La tortuga cruzó el arroyo y se puso a cubierto en un macizo de flores, esperando a que escampara.
Pasada aquella nube de verano, volvió a salir el sol. Los rayos fueron secando paulatinamente las alas de la joven mariposa. A medida que recobraba sus fuerzas, empezó a mover sus alas. Poco a poco se fue desdibujando la calavera de su tórax, hasta desaparecer por completo y, tras recobrar su colorido inicial, la joven mariposa batió con fuerza sus alas y pudo volver a volar».