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Los daños colaterales del ascenso en política

miércoles, 2 abril, 2014
ABC
La Tercera

Sucede con más frecuencia de la deseada que el nombramiento para un nuevo puesto, ya sea en un partido, ya en la política local o nacional, provoca en el designado una transformación paulatina e imparable en su forma de ser. La mudanza del agraciado se hace más apreciable cuanto más alto es el cargo al que accede, pero no deja de producirse por escasa que sea su importancia. En efecto, quienes conocían al político ascendido suelen decir que, en el ámbito puramente personal, se vuelve engreído, vanidoso y, en no pocas ocasiones, soberbio; que con sus antiguos amigos es cada vez más distante; y que, en las nuevas relaciones que le depara su flamante puesto, es lisonjero con los que tiene por encima y tirando a déspota con sus inferiores.

A poco que se reflexione sobre las razones de tan brusco cambio de conducta, se descubre que hay causas que son externas al propio sujeto y otras que son consecuencia de su propia forma de ser.

Entre las primeras, y debido a los perniciosos efectos que produce, hay que mencionar, por encima de todas, el clima de adulación creado por los que lo rodean. Como el político ascendido suele contar con numerosos colaboradores, cuyas posibilidades de promoción dependen en una buena medida de él, se comprende que muchos de éstos se dediquen a decir o a hacer lo que le agrade, y cuanto más mejor. Hay aduladores de todo tipo: desde los completamente burdos hasta los más sutiles. Pero los efectos de la adulación en el político promocionado suelen ser en todos los casos los mismos: por la reiterada e incesante actuación de los aduladores, va adquiriendo tan elevado concepto de sí mismo, que acaba por considerar los elogios, cuanto menos, merecidos y, a veces, hasta escasos.

Otra causa exógena de su transformación suele ser la fascinación y el entusiasmo que provoca entre los simpatizantes del partido y, no pocas veces, en el público en general. Unos y otro le aplauden a su paso, no son pocos los que desean tocarle y, en los casos de puestos muy relevantes, hasta los hay que le ofrecen a sus niños para que los bese. A las dos causas anteriores cabría añadir, finalmente, la nueva vida que trae consigo el cargo: multitud de conocidos con sus propios intereses, que van tejiendo, imperceptible pero eficazmente, una invisible tela de araña que envuelve al político que va medrando.

Se produce así una especie de inmersión progresiva en una nueva existencia en la que apenas hay espacio para la amistad. Y va teniendo lugar una paulatina e imparable sustitución de los valores que poseía cuando tenía un status normal por unos nuevos “valores” a cuyo frente se sitúa el ansia de dominar. Es como si de pronto se encontrara cabalgando a galope en un brioso corcel por un nuevo campo, el del poder, en el que no crece la flor de la amistad, sino la del interés.

Pero, aunque sea muy importante el efecto que produzca el cambio de los demás hacia él, la metamorfosis del político en ascenso no obedece solamente al creciente servilismo de éstos. También hay factores endógenos, atribuibles al contagio de espíritu por la enfermedad del ansia de poder. Si el nuevo cargo obtiene éxitos, lo lógico es que no los atribuya al equipo que trabaja con él, sino a su propia capacidad e inteligencia. <<¡Es a mí a quien aplauden!>>- llegará a pensar. Y si las críticas constructivas de sus adversarios políticos no son todo lo fuertes y eficaces que debieran, acabará por creer firmemente que las únicas propuestas acertadas son las suyas. Una cosa y la otra, irán robusteciendo su grado de autoestima, lo que hará que se muestre cada vez más confiado y prepotente. Y lo que es peor, a medida que vaya creciendo la confianza en su capacidad, en la misma proporción irá disminuyendo su nivel de autocrítica. Si a esto se añade que como los que están a su lado no suelen decirle la verdad, el político inicia una levitación “místico-política”, que lo aleja progresivamente de la realidad. Y es entonces cuando corre el riesgo de creerse ya en perfección, lo peor de lo cual no es, como decía Ortega y Gasset en sus “Intimidades”, el error que significa, sino que impide su efectivo progreso, “ya que no hay mejor manera de no mejorar que creerse óptimo”.

La conclusión que se saca de todo lo anterior es que si se midiera en el momento de acceder al cargo la talla del político que he venido describiendo, y nuevamente cuando ya ha experimentado el cambio, se obtendrían dos estaturas diferentes. La primera, nos daría su altura desde la cabeza a los pies; y la segunda, la distancia desde el suelo en el que está el pedestal en el que ha acabado por subirse hasta su cabeza. En el primer caso, su talla era menor físicamente hablando, pero, con toda probabilidad, mucho mayor desde el punto de vista personal e intelectual. En el segundo caso, la distancia entre la cabeza y el suelo, pedestal en medio, será más amplia, pero mucho más reducida su dimensión humana y, desde luego, su sabiduría. Porque el ensoberbecimiento y la vanidad de muchos de los que se dedican a amasar el poder apenas dejan espacio para la humildad y la modestia propia de los que cultivan el espíritu.

Comprendo que debe ser muy difícil estar permanentemente en una posición de autocrítica. Y entiendo también que es muy fácil que lleguen a flaquear las fuerzas cuando los constantes halagos de los demás hacen sentir por las venas el magnetismo del poder. Pero justamente por ello, el político –todo político- debe tener alguien a su lado que tenga la lealtad de recordarle, todas las veces que haga falta, que es mortal (el “memento mori” de Julio César) y que la gloria sólo se alcanza de verdad cuando se asientan los pies en el suelo de la realidad y no en la “espuma” escurridiza de la adulación, ni en el falso pedestal que se va construyendo con los halagos engañosos de los merodean en torno al poder.

El sentido común y el sentido propio

lunes, 30 septiembre, 2013
ABC » La Tercera»

Según el Diccionario de la Lengua Española de la Real Academia, sentido común significa “modo de pensar y proceder tal como lo haría la generalidad de las personas”. Como puede observarse, esta acepción resulta de la concurrencia de tres presupuestos, a saber: que hay un sentido, denominado común, que consiste en un determinado modo de pensar y de proceder; que la generalidad de las personas tiene ese sentido al coincidir en un modo de pensar y de proceder; y que a través de la comparación entre el sentido propio de una persona y ese sentido de la generalidad se puede afirmar que tal sujeto posee sentido común si piensa y se comporta como lo haría ésta. A mi modo de ver, no estamos ante un sentido con perfiles nítidos

Si nos detenemos a examinar con atención estos tres elementos del concepto expuesto, cabe sostener que si por “sentido” se entiende “el modo particular de entender algo, o juicio que se hace de ello” (5ª acepción), así como “la inteligencia o conocimiento con que se ejecutan algunas cosas” (6ª acepción), dar a la expresión “sentido común” una acepción consistente simultáneamente en un modo de pensar y un modo de proceder es perfectamente congruente con otros significados de la palabra “sentido”. Estamos ante un sentido peculiar integrado por imaginar, considerar o discurrir, y al mismo tiempo por portarse y por gobernarse -es decir, actuar-, bien o mal.

Adjetivada con la palabra “común”, la acepción del término “sentido” se distancia, por tanto, de sus significaciones primarias que lo describen relacionado con sentimientos o sensaciones. Cuando se habla de sentido común no se hace referencia a un sentimiento, ni a unos procesos fisiológicos de recepción y reconocimiento de sensaciones y estímulos producidos a través de la vista, el oído, el olfato, el gusto o el tacto, sino a algo diferente como son un modo de pensar y de conducirse.

La segunda característica de la expresada acepción gramatical es que parte de que la generalidad de las personas tiene un modo de pensar y de proceder. El modo de pensar y de proceder de cada uno es el sentido propio. Y como todos tenemos sentido propio, tomados como generalidad, existirá necesariamente un sentido de la generalidad, que sería la suma de todos los sentidos propios de los integrantes de ésta. Pero con este presupuesto se quiere decir algo más: se parte de la idea de que hay un grado de coincidencia tal entre todos esos sentidos propios de la generalidad que cabe conformar idealmente el de mayor habitualidad o el que concurre con mayor frecuencia, al que, por esa razón, se denomina “común”.

El problema que se plantea en este punto es casi de ingeniería analítica–si se me permite la expresión-: hay que aislar de todos y cada uno de los sentidos propios de los que forman la generalidad los rasgos que se repiten invariablemente, y conformar seguidamente con ellos el modo de pensar y de proceder que es común a todos. A esta dificultad se añade la de su posible dimensión temporal. La cuestión es saber si hay un sentido común permanente e inmutable que se repite en todas las épocas; o si, por el contrario, estamos ante un modo de pensar y de proceder que va cambiando de acuerdo con las características de cada tiempo y lugar. La respuesta no es fácil, pero todo parece indicar que en el sentido común hay un factor temporal y espacial. Es algo parecido a lo que puede suceder con las buenas costumbres: la expresión es única y la misma, pero en su contenido influyen de un modo determinante las circunstancias de tiempo y lugar. A pesar de lo mucho que nos une, no creo que pueda hablarse aún de unas buenas costumbres europeas, unitarias para toda la Unión Europea. Es posible que suceda lo mismo con el sentido común.

Para configurar el sentido común hay que proceder, por último, de un modo comparativo. Una vez aislado y conformado ese modo de pensar y proceder común de la generalidad, para saber si alguien tiene o no sentido común hay que contrastar su sentido propio con el de la generalidad. De tal suerte que si el sujeto en cuestión piensa y procede de un modo coincidente con el que asignamos idealmente a la generalidad, podrá afirmarse que tiene sentido común y que carece de él en caso contrario. Pero ¿hay alguien especialmente encargado de efectuar esta comparación? La respuesta es negativa. Es nuestro sentido propio el que realiza esta confrontación. Pero quien dice de otro si tiene o no sentido común, no averigua primero cuál es el modo de pensar o proceder que se considera como común, sino que determina lo que es el sentido común de acuerdo con su sentido propio y, desde éste, juzga si el sujeto en cuestión posee o no aquel sentido. Tal vez por esto último hay una idea extensamente difundida que considera el sentido común como el menos común de los sentidos. Este pensamiento parece expresar una aporía: racionalmente no se puede calificar un sentido como común y decir al mismo tiempo que es el menos común de todos. O ese sentido ha sido mal adjetivado al llamarlo común, o se está haciendo una pirueta mental ingeniosa, pero inexacta, al decir que tal sentido es a la vez común y poco habitual.

En la línea de aclarar qué es el sentido común, conviene detenerse en la siguiente frase de Unamuno: “existe gente que está tan llena de sentido común que no le queda el más pequeño rincón para el sentido propio”. De nuevo estamos ante un pensamiento brillante pero inexacto, que hace perder claridad y precisión a los ya confusos contornos del sentido común. Y es que el sentido propio y el común no son sentidos distintos e incompatibles que haya que contraponer. En el plano individual, solo hay sentido propio y éste ocupa todo el ámbito de cada individuo. Lo que ocurres es que en aquellas personas que poseen un sentido propio coincidente ampliamente con el modo de pensar y de proceder de la generalidad, su sentido propio está repleto de sentido común. Pero todo en cada una de ellas es sentido propio.

El ritmo de la vida en la madurez

lunes, 8 abril, 2013
ABC «La Tercera»

En su magistral novela “El amor en los tiempos del cólera” García Márquez pone en boca del doctor Urbino Daza dos reflexiones sobre el ritmo de la vida en el momento de la madurez. La primera es que “la humanidad, como los ejércitos en campaña, avanza a la velocidad del más lento”, y la segunda que “los viejos, entre viejos, son menos viejos”. Aunque estoy de acuerdo en general con ambas afirmaciones, requieren algunas consideraciones.

El primer pensamiento del genial escritor colombiano confronta los dos ritmos extremos a los que puede progresar la humanidad: el más rápido y el más lento, para extraer la abrupta y despiadada conclusión –que también alcanza el doctor Urbino Daza- de que aquélla podría avanzar a más velocidad sin el estorbo de los ancianos. La afirmación puede ser tan áspera como cierta, pero entiendo que lo que hay que preguntarse no es cómo se avanza más rápido, sino si vivir aceleradamente es un valor en sí mismo. Hoy vivimos a un ritmo vertiginoso sin que exista una justificación razonable. En la hedonista vida moderna, no dejamos de correr, aunque la carrera sea más para conseguir cosas que formación espiritual. Y claro, al acelerar atolondradamente la cadencia vital, se nota mucho más la lentitud de los que van a menos paso. Pero la cuestión en este punto no es el ritmo al que van los más lentos, sino si tiene mucho sentido que los de paso más rápido vayan tan de prisa para conseguir tres o cuatro cosas más. Por eso, pienso que si viviéramos menos desbocadamente, la lenta sabiduría de la vejez nos parecería menos estorbo.

También se puede estar de acuerdo con que los viejos, entre viejos, son menos viejos. Pero siempre que esta idea no se entienda en el sentido de propugnar un apartamiento por edades para desgajar a los de más edad del grupo de los más jóvenes, sino justamente en el entendimiento de que aquéllos pasen una parte de su jornada diaria con personas de su misma generación. Porque lo que se persigue es que se auxilien en sus soledades, en sus silencios, en sus miradas desgastadas por la vida y, si fuera el caso, que den oportunidad a alguna nueva ilusión, porque es el cuerpo el que se desgasta, no el alma. En este punto, más que plantear la disyuntiva de juntar o no a los viejos entre sí, se trata de que hacer todo lo posible para estén también con sus seres más queridos. La cuestión está, por tanto, no en sentirse menos viejos, sino mejor acompañados. Y es que sin la alegría que da la compañía de los nuestros el alma acaba desangrándose paulatinamente.

Para completar las reflexiones de García Márquez sobre el ritmo de la vida en la madurez, voy a permitirme el atrevimiento de hacer otra consideración que tiene que ver con lo poco que aprovechamos la sabiduría de los que alcanzan la edad longeva. En la vida alocada de hoy recurrimos muy pocas veces a unas personas muy juiciosas que suelen estar muy cerca de nosotros. Me refiero a los que denomino “sabios del bastón”, esto es, esas personas, que podemos encontrar con frecuencia en nuestros pueblos y ciudades, sentadas en las plazas o ante las puertas de sus casas, y que llevan, como símbolo de su autoridad, un cayado, en el que suelen apoyar sus manos, haciendo reposar su cabeza sobre ellas.

Los sabios del bastón suelen reflejar en su rostro la larga vida que llevan consumida y, si se les mira atentamente a los ojos, se ve que emana de ellos una gran sabiduría, adquirida principalmente a través de la experiencia y la observación. La experiencia, les habrá hecho reparar en que la vida humana es, como ha dicho Rom Harré, “una mezcolanza errática, a veces irracional e inexplicable en apariencia, de lo maravilloso y lo horrible”. Y la observación, les habrá permitido obtener un fruto de extraordinario valor: conocer a las personas.

Estos sujetos hablan poco y, al contrario de lo que nos ocurre a la mayoría, les gusta escuchar a los demás antes que oírse a sí mismos. Pero cuando hablan, saben muy bien lo que dicen. Por eso, si en este mundo alguien tuviera el poder de hacer callar por un instante a todos los que estuvieran hablando sin saber, la voz de aquéllos sería una de las pocas que romperían el profundo silencio en que habría quedado sumido nuestro planeta. Pero los sabios del bastón sólo enseñan a vivir, no reparten bienes materiales. Se limitan a resumir con pocas palabras sus reflexiones sobre los distintos problemas de nuestras vidas. Pero que nos enseñen a vivir, es algo que no suele interesarnos. Tenemos tan alto concepto de nosotros mismos, que entre aprender o enseñar nos sentimos más preparados para esto último. Con lo listos que nos creemos, los consejos de los sabios del bastón no pueden ser más que “rollos” que nos hacen peder nuestro escaso y “valioso” tiempo.

La consecuencia es que estamos desperdiciando a los sabios de la vida, a los que atesoran lo más difícil de aprender, que es saber vivir. Pasamos a su lado sin detenernos, no ya a escucharlos, es que ni siquiera los miramos. Somos tan necios que los hemos apartado de nuestras vidas. Tal vez, porque sólo vemos en ellos el resultado que produce la edad en el cuerpo, sin reparar, en cambio, lo que acontece en su alma que está repleta de sabiduría. Estamos tan ciegos que mereceríamos que nos dieran con su bastón, para ver si así dejamos de ser ilusos sedientos de bienes materiales y nos aprovechamos de lo mucho que saben los longevos.

Por lo que tiene de bueno la madurez, no comparto la opinión de Oscar Wilde, cuando dice que la tragedia de la vejez no es que uno sea viejo, sino que uno es joven. Pero para que esto no suene a consuelo –porque soy de los se acercan a los últimos tramos de la vida- prefiero pensar con André Maurois que es preciso que los jóvenes sean injustos con los hombres maduros, porque si no, los imitarían y no se progresaría.

 

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