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El sentido común y el sentido propio

lunes, 30 septiembre, 2013
ABC » La Tercera»

Según el Diccionario de la Lengua Española de la Real Academia, sentido común significa “modo de pensar y proceder tal como lo haría la generalidad de las personas”. Como puede observarse, esta acepción resulta de la concurrencia de tres presupuestos, a saber: que hay un sentido, denominado común, que consiste en un determinado modo de pensar y de proceder; que la generalidad de las personas tiene ese sentido al coincidir en un modo de pensar y de proceder; y que a través de la comparación entre el sentido propio de una persona y ese sentido de la generalidad se puede afirmar que tal sujeto posee sentido común si piensa y se comporta como lo haría ésta. A mi modo de ver, no estamos ante un sentido con perfiles nítidos

Si nos detenemos a examinar con atención estos tres elementos del concepto expuesto, cabe sostener que si por “sentido” se entiende “el modo particular de entender algo, o juicio que se hace de ello” (5ª acepción), así como “la inteligencia o conocimiento con que se ejecutan algunas cosas” (6ª acepción), dar a la expresión “sentido común” una acepción consistente simultáneamente en un modo de pensar y un modo de proceder es perfectamente congruente con otros significados de la palabra “sentido”. Estamos ante un sentido peculiar integrado por imaginar, considerar o discurrir, y al mismo tiempo por portarse y por gobernarse -es decir, actuar-, bien o mal.

Adjetivada con la palabra “común”, la acepción del término “sentido” se distancia, por tanto, de sus significaciones primarias que lo describen relacionado con sentimientos o sensaciones. Cuando se habla de sentido común no se hace referencia a un sentimiento, ni a unos procesos fisiológicos de recepción y reconocimiento de sensaciones y estímulos producidos a través de la vista, el oído, el olfato, el gusto o el tacto, sino a algo diferente como son un modo de pensar y de conducirse.

La segunda característica de la expresada acepción gramatical es que parte de que la generalidad de las personas tiene un modo de pensar y de proceder. El modo de pensar y de proceder de cada uno es el sentido propio. Y como todos tenemos sentido propio, tomados como generalidad, existirá necesariamente un sentido de la generalidad, que sería la suma de todos los sentidos propios de los integrantes de ésta. Pero con este presupuesto se quiere decir algo más: se parte de la idea de que hay un grado de coincidencia tal entre todos esos sentidos propios de la generalidad que cabe conformar idealmente el de mayor habitualidad o el que concurre con mayor frecuencia, al que, por esa razón, se denomina “común”.

El problema que se plantea en este punto es casi de ingeniería analítica–si se me permite la expresión-: hay que aislar de todos y cada uno de los sentidos propios de los que forman la generalidad los rasgos que se repiten invariablemente, y conformar seguidamente con ellos el modo de pensar y de proceder que es común a todos. A esta dificultad se añade la de su posible dimensión temporal. La cuestión es saber si hay un sentido común permanente e inmutable que se repite en todas las épocas; o si, por el contrario, estamos ante un modo de pensar y de proceder que va cambiando de acuerdo con las características de cada tiempo y lugar. La respuesta no es fácil, pero todo parece indicar que en el sentido común hay un factor temporal y espacial. Es algo parecido a lo que puede suceder con las buenas costumbres: la expresión es única y la misma, pero en su contenido influyen de un modo determinante las circunstancias de tiempo y lugar. A pesar de lo mucho que nos une, no creo que pueda hablarse aún de unas buenas costumbres europeas, unitarias para toda la Unión Europea. Es posible que suceda lo mismo con el sentido común.

Para configurar el sentido común hay que proceder, por último, de un modo comparativo. Una vez aislado y conformado ese modo de pensar y proceder común de la generalidad, para saber si alguien tiene o no sentido común hay que contrastar su sentido propio con el de la generalidad. De tal suerte que si el sujeto en cuestión piensa y procede de un modo coincidente con el que asignamos idealmente a la generalidad, podrá afirmarse que tiene sentido común y que carece de él en caso contrario. Pero ¿hay alguien especialmente encargado de efectuar esta comparación? La respuesta es negativa. Es nuestro sentido propio el que realiza esta confrontación. Pero quien dice de otro si tiene o no sentido común, no averigua primero cuál es el modo de pensar o proceder que se considera como común, sino que determina lo que es el sentido común de acuerdo con su sentido propio y, desde éste, juzga si el sujeto en cuestión posee o no aquel sentido. Tal vez por esto último hay una idea extensamente difundida que considera el sentido común como el menos común de los sentidos. Este pensamiento parece expresar una aporía: racionalmente no se puede calificar un sentido como común y decir al mismo tiempo que es el menos común de todos. O ese sentido ha sido mal adjetivado al llamarlo común, o se está haciendo una pirueta mental ingeniosa, pero inexacta, al decir que tal sentido es a la vez común y poco habitual.

En la línea de aclarar qué es el sentido común, conviene detenerse en la siguiente frase de Unamuno: “existe gente que está tan llena de sentido común que no le queda el más pequeño rincón para el sentido propio”. De nuevo estamos ante un pensamiento brillante pero inexacto, que hace perder claridad y precisión a los ya confusos contornos del sentido común. Y es que el sentido propio y el común no son sentidos distintos e incompatibles que haya que contraponer. En el plano individual, solo hay sentido propio y éste ocupa todo el ámbito de cada individuo. Lo que ocurres es que en aquellas personas que poseen un sentido propio coincidente ampliamente con el modo de pensar y de proceder de la generalidad, su sentido propio está repleto de sentido común. Pero todo en cada una de ellas es sentido propio.

El ritmo de la vida en la madurez

lunes, 8 abril, 2013
ABC «La Tercera»

En su magistral novela “El amor en los tiempos del cólera” García Márquez pone en boca del doctor Urbino Daza dos reflexiones sobre el ritmo de la vida en el momento de la madurez. La primera es que “la humanidad, como los ejércitos en campaña, avanza a la velocidad del más lento”, y la segunda que “los viejos, entre viejos, son menos viejos”. Aunque estoy de acuerdo en general con ambas afirmaciones, requieren algunas consideraciones.

El primer pensamiento del genial escritor colombiano confronta los dos ritmos extremos a los que puede progresar la humanidad: el más rápido y el más lento, para extraer la abrupta y despiadada conclusión –que también alcanza el doctor Urbino Daza- de que aquélla podría avanzar a más velocidad sin el estorbo de los ancianos. La afirmación puede ser tan áspera como cierta, pero entiendo que lo que hay que preguntarse no es cómo se avanza más rápido, sino si vivir aceleradamente es un valor en sí mismo. Hoy vivimos a un ritmo vertiginoso sin que exista una justificación razonable. En la hedonista vida moderna, no dejamos de correr, aunque la carrera sea más para conseguir cosas que formación espiritual. Y claro, al acelerar atolondradamente la cadencia vital, se nota mucho más la lentitud de los que van a menos paso. Pero la cuestión en este punto no es el ritmo al que van los más lentos, sino si tiene mucho sentido que los de paso más rápido vayan tan de prisa para conseguir tres o cuatro cosas más. Por eso, pienso que si viviéramos menos desbocadamente, la lenta sabiduría de la vejez nos parecería menos estorbo.

También se puede estar de acuerdo con que los viejos, entre viejos, son menos viejos. Pero siempre que esta idea no se entienda en el sentido de propugnar un apartamiento por edades para desgajar a los de más edad del grupo de los más jóvenes, sino justamente en el entendimiento de que aquéllos pasen una parte de su jornada diaria con personas de su misma generación. Porque lo que se persigue es que se auxilien en sus soledades, en sus silencios, en sus miradas desgastadas por la vida y, si fuera el caso, que den oportunidad a alguna nueva ilusión, porque es el cuerpo el que se desgasta, no el alma. En este punto, más que plantear la disyuntiva de juntar o no a los viejos entre sí, se trata de que hacer todo lo posible para estén también con sus seres más queridos. La cuestión está, por tanto, no en sentirse menos viejos, sino mejor acompañados. Y es que sin la alegría que da la compañía de los nuestros el alma acaba desangrándose paulatinamente.

Para completar las reflexiones de García Márquez sobre el ritmo de la vida en la madurez, voy a permitirme el atrevimiento de hacer otra consideración que tiene que ver con lo poco que aprovechamos la sabiduría de los que alcanzan la edad longeva. En la vida alocada de hoy recurrimos muy pocas veces a unas personas muy juiciosas que suelen estar muy cerca de nosotros. Me refiero a los que denomino “sabios del bastón”, esto es, esas personas, que podemos encontrar con frecuencia en nuestros pueblos y ciudades, sentadas en las plazas o ante las puertas de sus casas, y que llevan, como símbolo de su autoridad, un cayado, en el que suelen apoyar sus manos, haciendo reposar su cabeza sobre ellas.

Los sabios del bastón suelen reflejar en su rostro la larga vida que llevan consumida y, si se les mira atentamente a los ojos, se ve que emana de ellos una gran sabiduría, adquirida principalmente a través de la experiencia y la observación. La experiencia, les habrá hecho reparar en que la vida humana es, como ha dicho Rom Harré, “una mezcolanza errática, a veces irracional e inexplicable en apariencia, de lo maravilloso y lo horrible”. Y la observación, les habrá permitido obtener un fruto de extraordinario valor: conocer a las personas.

Estos sujetos hablan poco y, al contrario de lo que nos ocurre a la mayoría, les gusta escuchar a los demás antes que oírse a sí mismos. Pero cuando hablan, saben muy bien lo que dicen. Por eso, si en este mundo alguien tuviera el poder de hacer callar por un instante a todos los que estuvieran hablando sin saber, la voz de aquéllos sería una de las pocas que romperían el profundo silencio en que habría quedado sumido nuestro planeta. Pero los sabios del bastón sólo enseñan a vivir, no reparten bienes materiales. Se limitan a resumir con pocas palabras sus reflexiones sobre los distintos problemas de nuestras vidas. Pero que nos enseñen a vivir, es algo que no suele interesarnos. Tenemos tan alto concepto de nosotros mismos, que entre aprender o enseñar nos sentimos más preparados para esto último. Con lo listos que nos creemos, los consejos de los sabios del bastón no pueden ser más que “rollos” que nos hacen peder nuestro escaso y “valioso” tiempo.

La consecuencia es que estamos desperdiciando a los sabios de la vida, a los que atesoran lo más difícil de aprender, que es saber vivir. Pasamos a su lado sin detenernos, no ya a escucharlos, es que ni siquiera los miramos. Somos tan necios que los hemos apartado de nuestras vidas. Tal vez, porque sólo vemos en ellos el resultado que produce la edad en el cuerpo, sin reparar, en cambio, lo que acontece en su alma que está repleta de sabiduría. Estamos tan ciegos que mereceríamos que nos dieran con su bastón, para ver si así dejamos de ser ilusos sedientos de bienes materiales y nos aprovechamos de lo mucho que saben los longevos.

Por lo que tiene de bueno la madurez, no comparto la opinión de Oscar Wilde, cuando dice que la tragedia de la vejez no es que uno sea viejo, sino que uno es joven. Pero para que esto no suene a consuelo –porque soy de los se acercan a los últimos tramos de la vida- prefiero pensar con André Maurois que es preciso que los jóvenes sean injustos con los hombres maduros, porque si no, los imitarían y no se progresaría.

 

La sociedad Diábolo

lunes, 12 noviembre, 2012
La voz de Galicia

Aunque actualmente no se ven muchos, una gran parte de ustedes recordarán el juguete del diábolo, que consiste en dos semiesferas huecas, normalmente de caucho, unidas por su parte convexa por un eje, el cual se coloca sobre una cuerda atada a dos palillos sostenidos uno en cada mano para hacerlo girar sobre sí mismo. Pues bien, me permito recurrir a este antiguo juguete para visualizar los devastadores efectos de la crisis económica que estamos padeciendo.

El crecimiento económico de España que tuvo lugar desde la mitad del siglo pasado hasta finales del 2007 produjo el efecto de que creciera sensiblemente la clase media. Desde una perspectiva geométrica, se pasó paulatinamente de una sociedad piramidal con una amplia base de ciudadanos con pocos recursos y un vértice con pocos afortunados, a una sociedad cada vez más cilíndrica, en el sentido de que se fue engrosando de manera considerable el espacio que había entre la planta y la cúspide.

Pues bien, nuestra pavorosa situación económica ha convertido a la cilíndrica sociedad española en una sociedad diábolo: el cilindro se ha estrangulado por el centro, haciendo que crecieran los dos extremos. El aumento de la pobreza es indiscutible y, aunque no lo parezca, la crisis suele hacer más ricos a los que ya lo son. De tal suerte que la menor parte de la riqueza se distribuye ahora entre la mayor parte de los ciudadanos y la mayor parte de la riqueza entre unos pocos. Y en el medio, en el eje del diábolo, han quedado un reducido número de sujetos que cuentan con medios suficientes para sortear los implacables efectos de la crisis.

Cuando una sociedad tiende a la figura cilíndrica, el Estado suele subvenir a la generalidad de las necesidades de sus ciudadanos. Como los sistemas impositivos se nutren de la clase media, cuanto mejor es su situación económica más recauda el Estado y, consiguientemente, más son los fondos de que dispone para atender a los ciudadanos. Las cosas cambian cuando la sociedad evoluciona hacia el diábolo. El eje, que es la parte más estrecha, apenas ofrece un nicho de recaudación suficiente; y la semiesfera de la pobreza mal puede contribuir si carece incluso de lo necesario para subsistir. Es verdad que aún queda la esfera de la riqueza, pero es una práctica universal que los de esta parte del diábolo contribuyen con mucho menos de lo que les corresponde.

Pues bien, es en estos momentos cuando aparecen unas instituciones privadas, las benéficas, nutridas gracias a la generosidad de los ciudadanos, que, por amor y solidaridad al ser humano, llegan hasta donde no alcanza el ineficiente aparato del Estado. Como persona que dispone del privilegio de poder publicar en letra impresa sus sentimientos, muestro mi más profunda gratitud a todas estas instituciones benéficas por todo lo que hacen por los más necesitados. Y con la misma firmeza, muestro mi más hondo rechazo a quienes -incomprensiblemente desde la posición política que dice defender a los más necesitados- tienen la desfachatez y el descaro de censurarlas por motivos puramente religiosos. La subsistencia del ser humano es una parte esencial de su dignidad y está por encima de cualquier ideología

 

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