Elogio de la envidia
lunes, 10 septiembre, 2012El arte de novelar está al alcance de muy pocos. Hay mucho aficionado que rebosa entusiasmo pero pocos superan la barrera de contar bien una historia. No es, como algunos pretenden, una cuestión de documentarse debidamente. No es, como lo construyen otros, una mezcla acción, romance, sexo y lucha por el poder, combinados en dosis equilibradas. El narrador es el que tiene la capacidad de atraer la atención del lector con sus descripciones, con sus diálogos, con sus retratos, con su ritmo, con su vivacidad y, por supuesto, con su uso del leguaje.
Siempre he envidiado al novelista (aunque también al pintor y al torero, pero estas derivaciones las dejamos para otro día). A Faulkner, a Sandor Marai, a Eça de Queiroz, a Chesterton, a Vargas Llosa, a Zweig, a Henry James, a García Márquez, a Zola, a Proust, a Dostoievsky, a Galdós, a Delibes o a Baroja…, a tantísimos autores de más de una obra. La afición me genera incapacidad para tomar la pluma de novelador. Es tal la admiración por el contador de historias que me paraliza la posible imaginación que pudieran encerrar mis memorias.
Un buen amigo, José Manuel Otero Lastres, ha sido capaz y mi fervor por él se ha multiplicado tras leer su segunda novela. Apuntó maneras de maestro con “La niña de gris”, pero con su segunda novela ha trasvasado la línea y atrapado a sus seguidores: “El campo del Bucéfalo”, el caballo que monta el abogado Alejandro Pedreira, contiene una historia extraordinariamente trabada y con envidiable ritmo. Otero Lastres se desliza por el thriller legal, en el que se mueve como pez en el agua. Intuyo que contiene, como todas las historias, elementos autobiográficos pues es imposible sustraerse a ellos, como cuando el protagonista es definido “como realista constructivo, alguien que parte de la realidad, con lo que tiene de bueno y de malo, y cree que con el conocimiento y la razón puede modificarla hasta conseguir momentos de felicidad. Soporta mal a los pesimistas, y peor aún a los que solamente aparentan serlo, a quiénes reprocha su injustificable y pretendido aire de superioridad y, sobre todo, su cobarde pasividad.
No hay que avergonzarse de tener esperanza, y no se es menos intelectual por ello”. O como cuando describe un elemento de la filosofía de la vida, que manchamos desde que habitamos el planeta: “Hay que aceptar las cosas como son. Lo más que podemos hacer individualmente es actuar con limpieza. No dejarnos corromper por los demás”. Le espanta la maldad, la corrupción, la venganza como enganches, pero sabedor de que no está en sus manos cambiarlo todo, apuesta por su ejemplo personal. Comparto también con Otero su indignación con los “lameculos y bufones que bailan el agua” a los poderosos y que pierden “la dignidad por mucho menos que un plato de lentejas”. Su galleguismo militante deja permanentes huellas, y hace parecer gallego a Napoleón que resumía así su misoginia: “Las batallas contra las mujeres son las únicas que se ganan huyendo”.
Una novela no es sólo una historia. Frente a la pacata visión de los ensalzadores del ensayo como única fuente de reflexión, el narrador es también un observador pensante. De las muchas ideas de Otero Lastres me quedo con éstas: “En los últimos años optó por lo que le parecía la mejor manera de mitigar la soledad: acompañarse de sí mismo”; “La vida de cada persona por insignificante que fuera, es como un iceberg, esconde mucho más de lo que emerge”, y una absolutamente imputable a un prestigioso Catedrático de Derecho Mercantil: “Ser buena o mala persona, lo mismo que la solvencia de las empresas, depende de que el activo de las buenas cualidades supere al pasivo de las imperfecciones. Y cuanto mayor sea el activo mejor persona se es y al contrario”.
Envidia tamaño Goliat me genera también que haya sido nada menos que Lorenzo Silva quien escriba unas líneas en la contraportada del libro que han de enorgullecer a Otero. Un maestro de la literatura española contemporánea alaba a un principiante y le da la alternativa. La última entrega de las investigaciones del brigada Bevilacqua, “La estrategia del agua”, es también lectura obligada y fuente de inspiración para la escritura sencilla, sin engaños. También contiene una referencia a Napoleón. Ésta: “¿Sabes lo que les preguntaba Napoleón a sus mejores jefes antes de hacerlos generales? Les preguntaba si tenían suerte. Capacidad ya se les suponía, cuando se planteaba ascenderlos”.
Capacidad reconocida, José Manuel, y estoy seguro de tu suerte.
Enrique Arnaldo