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Necesito respirar Galicia para vivir el resto del año

miércoles, 7 septiembre, 2011
La Voz de Galicia

El abogado ceense José Manuel Otero Lastres es un gallego afincado en Madrid. Catedrático de Derecho y miembro de la directiva del Real Madrid, en su vida siempre encuentra un hueco para escribir. Sus vacaciones ideales están en Galicia, en su pequeña casa de Mera (A Coruña): «Allí paso mis momentos de ocio durante un mes». Una vez aquí, no duda en desplazarse a Muxía o a Cee, lugares que intenta conocer un poco más y que le pueden servir de escenario en otra de sus novelas. José Manuel se declara un apasionado del mar gallego, que le aporta, dice, tranquilidad y sosiego. «Los que residimos fuera tenemos que respirar Galicia para vivir el resto del año»,

-Comida y bebida.

Milanesas con tinto de verano.

-Playa favorita.

La de Mera (A Coruña).

-No sale de casa sin…

Me llevo a mí mismo y a mi sombra.

-Lo mejor y lo peor del día.

Lo mejor, cuando me levanto porque estoy despierto y estoy vivo. Lo peor, no tengo.

-¿Romerías o verbenas?

Las dos.

-Gasta pista con…

No bailo demasiado. Me encanta Imagine de John Lenon.

-En el verano se informa con…

Con Internet. En papel me informo con La Voz de Galicia y algún deportivo.

-El viaje de este verano.

A Cee.

La sensación de ser como los demás

lunes, 28 marzo, 2011
La Voz de Galicia
Domingo 27 de marzo de 2011

Solía cruzarse con cierta frecuencia en su paseo por la urbanización con una mujer invidente entrada en la cincuentena que iba guiada por un labrador color crema. «Por favor, no me acaricien, estoy trabajando», advertía en letras negras sobre fondo amarillo un cartel situado entre las dos varillas que unían por un extremo el arnés que ceñía el cuerpo del perro y por el otro el asa curvada por la que ella se agarraba a él. La primera vez que los vio marchaban en dirección contraria y por aceras diferentes, así que no pudo leer lo que decía el cartel, y por no prestar atención tampoco reparó en que se trataba de una ciega.

Durante la primavera comenzaron las obras para mejorar el pavimento de los andenes y solo quedó uno de ellos en servicio, por lo que coincidieron paseando por la misma orilla de la vía pública. En esa ocasión, su aguda hipermetropía le permitió leer desde cierta distancia la frase que portaba el cánido. Y sin saber muy bien por qué, se sintió incómodo. No era tanto por la lógica advertencia que revelaba la leyenda cuanto por acercarse a alguien que no sabía cómo iba a responder si la saludaba. Instintivamente bajó la vista y siguió en silencio, pensando que su discapacidad le impediría advertir su presencia.

Pero cuando estaba a punto de rebasarla, oyó «buenos días». Le dio tiempo a mirarla y pudo ver en su rostro un gesto de contrariedad. El resto del camino fue tratando de descifrar el sentido de aquella muestra de disgusto. Después de darle algunas vueltas, llegó a la conclusión de que lo que le había importunado era que la hubiese tratado peor que a los demás. Como pensó que ella no lo vería, había decidido rehuirla, lo cual suponía añadir menosprecio a la discapacidad. Era como si su involuntaria ceguera llevara a los transeúntes a ignorar su existencia, y a no tener en cuenta el resto de su ser plenamente entero y capaz.

Estos pensamientos, aunque puramente interpretativos de lo que le acaba de suceder, hicieron que se sintiera mal. Fuera ese u otro el sentimiento que había provocado en la invidente, lo cierto era que había sido un maleducado con quien menos se merecía que lo fuera. Y lo que todavía le hacía sentirse peor: su inadmisible conducta se había amparado, en cierto modo, en la imposibilidad que tendría ella de reconocerlo. Y decidió repararlo.

Una mañana, al regresar hacia casa vio que se acercaban por la misma acera. Estaban a unos cincuenta metros. Pero la estampa era tan reconocible a distancia que le dio tiempo a prepararse. Cuando estaba a unos dos metros de ellos dijo «buenos días». Sin dejar de mirarla advirtió, primero, una reacción de sorpresa, que se tornó inmediatamente en una sonrisa tan llena de alegría que sintió que su gozo radiante traspasaba la oscuridad de los cristales de sus gafas de sol. Aquella inesperada escena reconfortó su ánimo, y le hizo pensar que cuesta muy poco hacer felices a los que padecen una incapacidad: basta con tratarlos como a los demás.

Enfermedades raras

lunes, 14 marzo, 2011
La Voz de Galicia
Domingo 13 de marzo de 2011

En el instante mismo de su concepción, el ser humano es sometido a una especie de sorteo en el que carece de la más mínima posibilidad de elegir las papeletas con las que juega. En lo que respecta a la conformación de su propio ser, se produce una combinación genética misteriosa que determina, entre otras cosas, nada menos que sus capacidades intelectuales y su aspecto físico. Y si nos si tuamos en la perspectiva del lugar en el que viene al mundo, el país y la familia en la que nace, que tampoco puede elegir, se convierten en otros dos factores decisivos de su vida futura.

Y, sin embargo, qué poco valor le damos, por ejemplo, al hecho de nacer sanos y en un país del primer mundo. Los que hemos tenido esta doble suerte estamos tan convencidos de que eso es lo normal que llegamos a considerarlo un derecho: hemos de venir al mundo sin enfermedad alguna y rodeados de los excedentes materiales de las sociedades desarrolladas. Pocos o ninguno hemos pensado alguna vez la suerte que tenemos de no ser uno de esos 5 europeos por cada 10.000 que nacen con una de las 7.000 enfermedades raras que hay descritas en la literatura médica, de las cuales unas 5.000 todavía carecen a día de hoy de un tratamiento curativo.

Aunque nuestra sociedad organiza cada año los llamados días de, unos con significado predominantemente comercial (de la madre, del padre, de San Valentín) y otros de carácter más o menos reivindicativo (de la paz, del niño, de la mujer trabajadora), hay pocos más sensibilizadores que el día de las enfermedades raras, que se celebró el pasado 28 de febrero.

A poco que hubiéramos prestado atención a las noticias que se daban ese día sobre la problemática de este tipo singular de enfermedades, podríamos habernos enterado de que los que las padecen y sus familiares no están desamparados. Hay organizaciones nacionales, como Feder (Federación Española de Enfermedades Raras), e internacionales, como Eurordis (Organización Europea de Enfermedades Raras), que tienen como finalidad ayudar a esos enfermos y a sus familiares. Hay centros públicos españoles como el Ciber cuya principal actividad es la investigación sobre esas enfermedades. Y hay una regulación comunitaria europea sobre los llamados medicamentos huérfanos (Reglamento (CE) 141/2000) que trata de resolver el problema de la falta de atractivo comercial que tiene para la industria farmacéutica lanzar al mercado productos para pocos pacientes.

Reconforta comprobar que nuestra desarrollada sociedad también reacciona en casos en los que es bajo el número de afectados. Pero la finalidad de estas reflexiones no es tranquilizar nuestras conciencias, sino que pensemos alguna vez en el privilegio que tenemos con solo nacer sanos y en esta parte del mundo.

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