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Crisis, agitación callejera y respuestas desacertadas

sábado, 14 junio, 2014

ABC.

Crisis, agitación callejera, y respuestas desacertadas
Por José Manuel Otero Lastres
Catedrático y escritor.

Persisten aún algunos de los efectores más devastadores de la crisis económica (la mareante cifra de parados que afecta especialmente a la juventud) y asistimos, asimismo, a una seria crisis institucional (“desobediencia” política y jurídica de Cataluña en su quimérico camino a la secesión), lo que hace dudar de que la soberanía nacional resida realmente en el pueblo español.
Además, los ciudadanos vemos asombrados que no se ha reducido lo suficiente la elefantiásica estructura de las administraciones públicas, incluidos los numerosos asesores políticos nombrados a dedo. Por lo cual, los políticos, a pesar de que son los que administran lo del pueblo, no han soportado la crisis en la misma medida que los sectores más desfavorecidos de la población.
Finalmente, han fallado estrepitosamente los mecanismos de control de la economía, dando lugar a una galopante corrupción de una parte la clase política y de los dirigentes de algunas instituciones financieras. Y todo ello con una irritante sensación de impunidad: apenas se exigen responsabilidades y cuando hay un condenado jamás devuelve lo que se ha llevado.
Cuanto antecede ha provocado un legítimo descontento popular que ha sido canalizado por los grupúsculos antisistema para “justificar” la violencia callejera como expresión de la ira de un pueblo que se siente maltratado y abandonado por sus dirigentes políticos preferidos: los integrantes de los dos partidos mayoritarios.
Esta agitación callejera ha conseguido socavar el poder legítimo de la autoridad institucional (ejemplos de bochornosa claudicación ante los disturbios callejeros son las paralizaciones de las obras en el barrio Gamonal de Burgos y del derribo del edificio de Can Vies en Barcelona). Y lo que es peor ha originado ciertas modificaciones legislativas que pueden atentar contra el interés general. Me refiero, en concreto, a ley 1/2013, de 14 de mayo, de “medidas para reforzar la protección a los deudores hipotecarios, reestructuración de deuda y alquiler social”.
Desde su celebración, los contratos obligan al cumplimiento de lo pactado. Por eso, lo normal en la ejecución del contrato es que las obligaciones de las partes se extingan por su cumplimiento. El “incumplimiento” es, en sí mismo, un acontecimiento no muy usual, una circunstancia anómala que altera la vida del contrato. Pues bien, si en general es importante que cumpla el deudor, en el ámbito bancario lo es todavía más. La actividad principal del negocio bancario es “intermediar” en la circulación del dinero: los bancos captan dinero de los ciudadanos a cambio de un interés y lo prestan después a los que lo precisan, cobrándoles un interés superior al que les pagan a sus depositantes. En la diferencia entre lo pagado por el dinero captado y lo cobrado por el dinero prestado reside una parte de los ingresos del banco.
Así las cosas, es evidente que los depositantes de dinero –una gran parte del pueblo- tienen una posición contrapuesta a la de quienes lo piden prestado. Para los depositantes, es esencial que el banco remunere sus fondos, y para ello es imprescindible que los que piden dinero prestado lo devuelvan con el interés correspondiente. Porque si los que obtienen dinero a crédito no lo devuelven, el banco tendrá menos dinero para prestar y la multitud de ahorradores que tienen depositados sus fondos en él correrán el riego de perderlos.
Es verdad que la crisis económica afectó gravemente a la capacidad de cumplimiento que tenían los deudores de préstamos hipotecarios. Y también lo es que había que adoptar alguna medida coyuntural para que sufrieran lo menos posible en el caso de una ejecución hipotecaria. Pero dada la especial sensibilidad de la actividad bancaria, en tanto que centro de propulsión del sistema financiero, había que medir cuidadosamente cada paso, porque lo que beneficia al deudor incumplidor es posible que pueda perjudicar al propio sistema financiero.
Esto es lo que ha sucedido con la citada la ley 1/2013, cuyos cambios más significativos con respecto a la legislación anterior son los siguientes: antes el impago de una sola cuota abría el procedimiento ejecutivo, ahora hay que dejar de pagar tres cuotas; antes en la subasta de un bien ejecutado si no concurría ningún postor (cosa habitual cuando el acreedor era un banco) se lo adjudicaba el banco aproximadamente por 50% del tipo de subasta, mientras que ahora si es la vivienda habitual del deudor, la adjudicación debe hacer por un 70% o un 60%. Y conviene advertir que el “tipo de subasta”, queda fijado en la escritura de préstamo, es una cifra inalterable, y casi dobla el importe prestado para que el banco pueda resarcirse de todos los gastos de la ejecución (sobre todo intereses y costas).
La diferente regulación y, sobre todo, la retroactividad de la ley que se aplica a préstamos pactados de acuerdo con la legislación anterior, está dando lugar a casos reales como el siguiente.
Se firmó un préstamo hipotecario en 2004 por importe de 176.200 € a pagar en 30 años. El tipo de subasta quedó fijado en 316.279 €. La ejecución se inició en 2012, reclamándole al deudor 151.000 €. Al ser su vivienda habitual, el banco se adjudicó el inmueble por 189.767 € (al 60% del tipo de subasta), una cantidad muy superior a la reclamada (151.000 €), que supera el valor real de inmueble adjudicado e incluso la cantidad prestada, 176.200 €. El total de la deuda ascendió (con costas e intereses) a 180.767 €. Pero –y esto es lo sorprendente- como el banco se adjudicó el piso en 189.767 €, tuvo que entregar en metálico al deudor los 9.000 € de diferencia entre el importe de la adjudicación (189.767 €) y la suma de la deuda y los gastos (180.767 €). A esto hay que añadir que el incumplidor vivió en el inmueble como mínimo unos 8 años (según la nueva ley podía habitarla dos años más gratis), y devolvió solamente unos 28.000 € de los 176.200 que le prestó la entidad bancaria.
Está muy extendida la idea de que los bancos lo aguantan todo, pero proteger tanto a los deudores en detrimento de los demás interesados (los depositantes, los accionistas de los bancos, entre otros) va en contra del interés general a poseer un sistema financiero eficiente.

El derecho a decidir del pueblo Catalán y la Sentencia del TC

martes, 8 abril, 2014
ABC
Tribuna Abierta

Tan pronto como se dio a conocer la sentencia del Tribunal Constitucional de 25 de marzo de 2014 sobre la Resolución del Parlamento de Cataluña que aprobó la Declaración de soberanía y del derecho a decidir del pueblo de Cataluña, desde fuentes de la Generalidad, y sin esperar a una lectura minuciosa de dicha sentencia, se apresuraron a descalificar a nuestro más alto Tribunal diciendo que tenía naturaleza política. Pasado algún tiempo, y tras comprobar que la mencionada sentencia también declaró que, debidamente interpretadas, las referencias al “derecho a decidir de los ciudadanos de Cataluña”, contenidas en aquella Resolución del Parlamento, no eran inconstitucionales, parece que el Tribunal Constitucional ya “no es tan político”, ni, por supuesto, la sentencia tan desacertada. Al darle parte de la razón a la Generalidad, los promotores de la consulta ven ahora en esa parte de la sentencia una especie de balón de oxígeno que les permite seguir defendiendo, aunque sea “con ventilación asistida”, las inviables pretensiones secesionistas de Artur Mas.

Sin embargo, si se lee sin tendenciosidad la indicada sentencia podrá comprobarse que las consideraciones de nuestro más alto Tribunal sobre el “derecho a decidir”, lejos de suponer un alivio que descargue la situación comprometida en que se encuentra el Presidente de la Generalidad, vienen a confirmar algo suficientemente sabido por todos los que conocen medianamente nuestra Constitución, a saber: que “el derecho a decir” de los ciudadanos de Cataluña es una aspiración perfectamente defendible siempre que –y esto es lo fundamental- se haga en el marco de la Constitución.

En efecto, lo primero que señala la sentencia es que las referencias que se contienen en la enjuiciada Resolución del Parlamento de Cataluña “al derecho a decidir” no se proclaman con carácter independiente o, lo que es lo mismo, directamente vinculadas con el principio de la declaración de soberanía del pueblo de Cataluña. De haberse planteado de este modo, es decir si el “derecho a decidir” se hubiese propuesto como “derecho de autodeterminación”, tal declaración sería tan inconstitucional como la de la pretendida soberanía de los ciudadanos de dicha Comunidad Autónoma.

La segunda precisión que hace la sentencia es que la indiscutible primacía de la Constitución no debe confundirse con una adhesión positiva a la Carta Magna: en nuestra Constitución no rige el modelo de la “democracia militante” en el que “se imponga, no ya el respeto, sino la adhesión positiva al ordenamiento y, en primer lugar, a la Constitución”. Lo cual significa que tienen cabida en nuestro ordenamiento constitucional “cuantas ideas quieran defenderse” y que no existe un núcleo de normas inaccesible a los procedimientos de reforma constitucional.

Ahora bien, la sentencia concluye diciendo, como no podía ser de otro modo, que el planteamiento de modificaciones del orden constitucional tiene cabida en nuestro ordenamiento siempre que se realicen, en todo caso y de manera inexcusable, en el marco de los procedimientos de reforma de la Constitución previstos en la misma.

El Tribunal Constitucional no niega que “el derecho a decir” sea una aspiración que no puede ser defendida en ningún caso. Pero afirma –y esto es lo más relevante- que mientras no se modifique la vigente Constitución los portadores de ese derecho son los sujetos en los que reside la soberanía nacional, es decir, el pueblo español.

Hoy por hoy el pueblo catalán no puede determinar libre y democráticamente su futuro por medio de una consulta. De un lado, porque la Constitución proclama que la soberanía nacional reside en el pueblo español, así como que la Nación española es la patria común e indivisible de todos los españoles. Y, de otro, porque la soberanía del pueblo de Cataluña se predica de un sujeto creado en el marco de la Constitución, que, en virtud del ejercicio de su autogobierno, ha decidido constituirse en Comunidad Autónoma, tal y como se dice en el artículo 1 del propio Estatuto de Cataluña.

Dicho más claramente, las pretensiones de los independentistas chocan con dos obstáculos: la Constitución, que atribuye la soberanía a la totalidad del pueblo español, y el propio el Estatuto de Cataluña –que tiene su razón de ser en la propia Constitución- que solo reconoce el “autogobierno” a los ciudadanos de Cataluña “constituidos” en Comunidad Autónoma y en el marco de su Estatuto de Autonomía, que es su norma institucional básica.

Así pues, por mucho que se intente “retorcer” la sentencia del pasado 25 de marzo de 2014, el Tribunal Constitucional lo único que ha declarado es que “el derecho a decidir” es, hoy por hoy y bajo la vigencia del actual texto constitucional, una aspiración política susceptible de ser defendida siempre que se respete el marco de la Constitución, modificable con al asentimiento de todo el pueblo español.

Los daños colaterales del ascenso en política

miércoles, 2 abril, 2014
ABC
La Tercera

Sucede con más frecuencia de la deseada que el nombramiento para un nuevo puesto, ya sea en un partido, ya en la política local o nacional, provoca en el designado una transformación paulatina e imparable en su forma de ser. La mudanza del agraciado se hace más apreciable cuanto más alto es el cargo al que accede, pero no deja de producirse por escasa que sea su importancia. En efecto, quienes conocían al político ascendido suelen decir que, en el ámbito puramente personal, se vuelve engreído, vanidoso y, en no pocas ocasiones, soberbio; que con sus antiguos amigos es cada vez más distante; y que, en las nuevas relaciones que le depara su flamante puesto, es lisonjero con los que tiene por encima y tirando a déspota con sus inferiores.

A poco que se reflexione sobre las razones de tan brusco cambio de conducta, se descubre que hay causas que son externas al propio sujeto y otras que son consecuencia de su propia forma de ser.

Entre las primeras, y debido a los perniciosos efectos que produce, hay que mencionar, por encima de todas, el clima de adulación creado por los que lo rodean. Como el político ascendido suele contar con numerosos colaboradores, cuyas posibilidades de promoción dependen en una buena medida de él, se comprende que muchos de éstos se dediquen a decir o a hacer lo que le agrade, y cuanto más mejor. Hay aduladores de todo tipo: desde los completamente burdos hasta los más sutiles. Pero los efectos de la adulación en el político promocionado suelen ser en todos los casos los mismos: por la reiterada e incesante actuación de los aduladores, va adquiriendo tan elevado concepto de sí mismo, que acaba por considerar los elogios, cuanto menos, merecidos y, a veces, hasta escasos.

Otra causa exógena de su transformación suele ser la fascinación y el entusiasmo que provoca entre los simpatizantes del partido y, no pocas veces, en el público en general. Unos y otro le aplauden a su paso, no son pocos los que desean tocarle y, en los casos de puestos muy relevantes, hasta los hay que le ofrecen a sus niños para que los bese. A las dos causas anteriores cabría añadir, finalmente, la nueva vida que trae consigo el cargo: multitud de conocidos con sus propios intereses, que van tejiendo, imperceptible pero eficazmente, una invisible tela de araña que envuelve al político que va medrando.

Se produce así una especie de inmersión progresiva en una nueva existencia en la que apenas hay espacio para la amistad. Y va teniendo lugar una paulatina e imparable sustitución de los valores que poseía cuando tenía un status normal por unos nuevos “valores” a cuyo frente se sitúa el ansia de dominar. Es como si de pronto se encontrara cabalgando a galope en un brioso corcel por un nuevo campo, el del poder, en el que no crece la flor de la amistad, sino la del interés.

Pero, aunque sea muy importante el efecto que produzca el cambio de los demás hacia él, la metamorfosis del político en ascenso no obedece solamente al creciente servilismo de éstos. También hay factores endógenos, atribuibles al contagio de espíritu por la enfermedad del ansia de poder. Si el nuevo cargo obtiene éxitos, lo lógico es que no los atribuya al equipo que trabaja con él, sino a su propia capacidad e inteligencia. <<¡Es a mí a quien aplauden!>>- llegará a pensar. Y si las críticas constructivas de sus adversarios políticos no son todo lo fuertes y eficaces que debieran, acabará por creer firmemente que las únicas propuestas acertadas son las suyas. Una cosa y la otra, irán robusteciendo su grado de autoestima, lo que hará que se muestre cada vez más confiado y prepotente. Y lo que es peor, a medida que vaya creciendo la confianza en su capacidad, en la misma proporción irá disminuyendo su nivel de autocrítica. Si a esto se añade que como los que están a su lado no suelen decirle la verdad, el político inicia una levitación “místico-política”, que lo aleja progresivamente de la realidad. Y es entonces cuando corre el riesgo de creerse ya en perfección, lo peor de lo cual no es, como decía Ortega y Gasset en sus “Intimidades”, el error que significa, sino que impide su efectivo progreso, “ya que no hay mejor manera de no mejorar que creerse óptimo”.

La conclusión que se saca de todo lo anterior es que si se midiera en el momento de acceder al cargo la talla del político que he venido describiendo, y nuevamente cuando ya ha experimentado el cambio, se obtendrían dos estaturas diferentes. La primera, nos daría su altura desde la cabeza a los pies; y la segunda, la distancia desde el suelo en el que está el pedestal en el que ha acabado por subirse hasta su cabeza. En el primer caso, su talla era menor físicamente hablando, pero, con toda probabilidad, mucho mayor desde el punto de vista personal e intelectual. En el segundo caso, la distancia entre la cabeza y el suelo, pedestal en medio, será más amplia, pero mucho más reducida su dimensión humana y, desde luego, su sabiduría. Porque el ensoberbecimiento y la vanidad de muchos de los que se dedican a amasar el poder apenas dejan espacio para la humildad y la modestia propia de los que cultivan el espíritu.

Comprendo que debe ser muy difícil estar permanentemente en una posición de autocrítica. Y entiendo también que es muy fácil que lleguen a flaquear las fuerzas cuando los constantes halagos de los demás hacen sentir por las venas el magnetismo del poder. Pero justamente por ello, el político –todo político- debe tener alguien a su lado que tenga la lealtad de recordarle, todas las veces que haga falta, que es mortal (el “memento mori” de Julio César) y que la gloria sólo se alcanza de verdad cuando se asientan los pies en el suelo de la realidad y no en la “espuma” escurridiza de la adulación, ni en el falso pedestal que se va construyendo con los halagos engañosos de los merodean en torno al poder.

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