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La investigación de la UE sobre los clubes de fútbol

jueves, 19 diciembre, 2013
ABC

Con anterioridad a la vigente Ley del Deporte de 15 de octubre de 1.990, los clubes de fútbol eran asociaciones privadas que carecían de ánimo de lucro, tenían por objeto exclusivo fomentar el deporte, los directivos y los socios no respondían personalmente por las deudas del club y, en caso de desaparición, los bienes del club no eran para sus socios, sino para la Administración Pública. Con esta regulación, aunque no solo como consecuencia de ella, el endeudamiento de los clubes de 1ª y 2ª División ascendía, en octubre de 1.990, a 35.000 millones de pesetas. A principios de la década de los noventa era muy fácil diagnosticar el estado en el que se encontraba el mundo del fútbol profesional: estaba en la más completa la ruina. Lo difícil era encontrar el tratamiento adecuado para esta grave enfermedad.

Para poner fin a esta situación, la citada Ley del Deporte llevó a cabo un plan con el que se pretendía sanear el mundo del fútbol y dotarlo, además, de los instrumentos necesarios para evitar que volviera a caer en una situación de crisis económica. El tratamiento que entonces se diseñó en dicha Ley para sanear a los clubes de fútbol se basaba en dos medidas: liberarlos de deudas e inyectarles nuevos recursos económicos.

El primer objetivo del plan de saneamiento previsto en la Ley de Deporte era “eliminar” la deuda que arrastraban los clubes de fútbol. Para ello, se pactó que la patronal de los clubes de fútbol, la Liga de Fútbol Profesional, (en adelante LFP) se hiciera cargo de la deuda -vamos a llamarla pública- que tenían éstos con Hacienda, la Seguridad Social y el Banco Hipotecario (con este último por la remodelación de los estadios para el Mundial de 1.982); deuda que la propia LFP iría pagando, tras hacerse con los ingresos que correspondían a los clubes por los contratos de televisión y el porcentaje que recibían de las quinielas, que se incrementó ligeramente con esta finalidad.

Pero quedaban por resolver otros dos problemas: el pago de la deuda privada y la recapitalización. A este efecto, lo primero que hizo el Legislador de 1990 fue averiguar si todos los clubes tenían esos dos problemas. La respuesta fue negativa porque había cuatro clubes que desde la temporada 1985-86 venían reflejando en sus balances auditados un saldo patrimonial neto positivo. Por lo cual, estos cuatro clubes, que son el Real Madrid, Barcelona, Athletic de Bilbao y Osasuna, quedaron al margen del tratamiento de recapitalización que estableció entonces el Legislador, y que había demostrado una gran eficacia en otros ámbitos empresariales, que fue acudir a la figura de la sociedad anónima.

Pero solo con acudir a la figura de la sociedad anónima no se resolvía el problema: había que poner en marcha una segunda medida cuyo objetivo esencial era “recapitalizar” a los clubes. Dicha medida consistió en obligar a todos los clubes, excepto a los cuatro indicados, a convertirse en sociedades anónimas deportivas y obligarlas a nacer con un elevado capital social. Cada una de estas sociedades nació con un capital social que fue suscrito íntegramente por los socios mediante aportaciones de dinero, que estaba formado por el 50% de la media de gastos de todos los equipos durante los tres últimos años y por el importe de los saldos patrimoniales netos negativos reflejados en las auditorias de cada club a 30 de junio de 1.991. Con esta composición del capital social se hacía posible que los clubes convertidos en SAD contaran con medios para pagar sus deudas privadas, y que todavía les quedara un fondo de maniobra para los próximos ejercicios sociales. El resultado de este plan de saneamiento fue que el mundo del fútbol profesional se saneó y se recapitalizó: las nuevas sociedades anónimas deportivas no sólo nacieron sin deudas, sino que en ese momento recibieron de sus socios, a cambio de las acciones, nada menos que 15.262.874.000 de pesetas, que hoy serían 91.731.721 €.

Por su parte, los cuatro clubes que no se convirtieron en SAD quedaron excluidos de este plan, pero solamente parcialmente: se les aplicó la medida del saneamiento, pero no la de la recapitalización. No quedaron totalmente excluidos del plan de saneamiento porque también tenían deuda con los acreedores públicos, y, por tanto, se vieron sometidos al plan de pago a través de la LFP previsto en el plan de saneamiento. Pero no se recapitalizaron porque teóricamente no lo necesitaban. Como desde la temporada 1985-1986 venían teniendo, según sus auditorías, un saldo patrimonial neto de carácter positivo, no tenía mucho sentido obligarlos a convertirse en sociedades anónimas deportivas y como no se tuvieron que transformase en SAD nunca llegaron a emitir acciones y, por tanto, tampoco pudieron ingresar el importe de su nominal.

Puede que mantener la vestidura jurídica de asociaciones privadas que tienen estos cuatro clubes les suponga alguna ventaja fiscal en cuanto al tipo, pero no se puede olvidar que el posible beneficio que pueden obtener por esta vía se compensa con el dato de que están sometidas a un estatuto jurídico menos preciso y flexible que las SAD y desde luego más riguroso para sus juntas directivas.

 

 

El Rey, en el ojo del huracán mediático

martes, 1 octubre, 2013
La Voz de Galicia

Aunque científicamente el ojo del huracán es el lugar de este fenómeno atmosférico donde hay más calma, hay un significado gramatical que es «centro de una situación polémica o conflictiva». Por eso, cuando digo que el rey está en el ojo del huracán es porque últimamente está en el centro de la polémica, que adjetivo como mediática porque se está más en los medios de comunicación que entre los ciudadanos.

Desde su impagable actuación con ocasión del intento golpe de Estado del 23 de febrero de 1981, lo políticamente correcto era silenciar ciertos aspectos de la vida del monarca y, en lo que hubiera que hablar de él, hacerlo muy favorablemente. Me atrevo a decir que «aduladoramente», y no porque el modo impecable en que desempeñaba la jefatura del Estado no mereciera el elogio, sino porque en muchas ocasiones se bordeaba el servilismo. Y de todos es bien conocido que la adulación debilita, mientras que la crítica constructiva fortalece.

Hoy, algunas de aquellas cañas se han tornado lanzas, y lo que era una catarata de elogios se ha convertido en un echar cada uno su cuarto a espadas sobre la conducta de nuestro soberano, y especialmente sobre si ha llegado el momento de su abdicación a la Corona.

En relación con lo primero, se acaba de dar noticia de la supuesta bronca que con motivo de la Diada del año pasado le echó el rey al presidente de la Diputación de Barcelona al que reprochó manipular a la gente en favor del separatismo. En el minuto de gloria mediática que ha tenido recientemente este político por ese hecho antiguo, declaró que el rey había perdido la oportunidad de ejercer las funciones de árbitro y moderador que le atribuye la Constitución. Olvida este ciudadano que nuestra ley fundamental le encomienda esas funciones en relación con «el funcionamiento regular de las instituciones». Y organizar manifestaciones en favor de la secesión no parece que sea un funcionamiento constitucional y regular de las instituciones.

En cuanto a la abdicación, me parece que nos estamos dejando llevar más por la apariencia física que por la capacidad intelectual. La Constitución contempla el supuesto de que «el rey se inhabilitare para el ejercicio de su autoridad y la imposibilidad fuere reconocida por las Cortes Generales». Pero hasta ahora nadie ha sostenido que nuestro monarca ha perdido la capacidad para ejercer la jefatura del Estado. Y como nadie puede creer sinceramente que las dificultades físicas del rey lo hayan incapacitado intelectualmente -pensar así sería una afrenta enorme para todos los discapacitados físicos- se opta por sugerirle que sea él quien tome la decisión de abdicar. Salvo honrosas excepciones, estos opinantes me recuerdan a los que tan insistentemente recomendaban a Rajoy hace un año que pidiera el rescate. Y es que «el aconsejar es un oficio tan común que lo usan muchos y lo saben hacer muy pocos», como dijo fray Antonio de Guevara.

El sentido común y el sentido propio

lunes, 30 septiembre, 2013
ABC » La Tercera»

Según el Diccionario de la Lengua Española de la Real Academia, sentido común significa “modo de pensar y proceder tal como lo haría la generalidad de las personas”. Como puede observarse, esta acepción resulta de la concurrencia de tres presupuestos, a saber: que hay un sentido, denominado común, que consiste en un determinado modo de pensar y de proceder; que la generalidad de las personas tiene ese sentido al coincidir en un modo de pensar y de proceder; y que a través de la comparación entre el sentido propio de una persona y ese sentido de la generalidad se puede afirmar que tal sujeto posee sentido común si piensa y se comporta como lo haría ésta. A mi modo de ver, no estamos ante un sentido con perfiles nítidos

Si nos detenemos a examinar con atención estos tres elementos del concepto expuesto, cabe sostener que si por “sentido” se entiende “el modo particular de entender algo, o juicio que se hace de ello” (5ª acepción), así como “la inteligencia o conocimiento con que se ejecutan algunas cosas” (6ª acepción), dar a la expresión “sentido común” una acepción consistente simultáneamente en un modo de pensar y un modo de proceder es perfectamente congruente con otros significados de la palabra “sentido”. Estamos ante un sentido peculiar integrado por imaginar, considerar o discurrir, y al mismo tiempo por portarse y por gobernarse -es decir, actuar-, bien o mal.

Adjetivada con la palabra “común”, la acepción del término “sentido” se distancia, por tanto, de sus significaciones primarias que lo describen relacionado con sentimientos o sensaciones. Cuando se habla de sentido común no se hace referencia a un sentimiento, ni a unos procesos fisiológicos de recepción y reconocimiento de sensaciones y estímulos producidos a través de la vista, el oído, el olfato, el gusto o el tacto, sino a algo diferente como son un modo de pensar y de conducirse.

La segunda característica de la expresada acepción gramatical es que parte de que la generalidad de las personas tiene un modo de pensar y de proceder. El modo de pensar y de proceder de cada uno es el sentido propio. Y como todos tenemos sentido propio, tomados como generalidad, existirá necesariamente un sentido de la generalidad, que sería la suma de todos los sentidos propios de los integrantes de ésta. Pero con este presupuesto se quiere decir algo más: se parte de la idea de que hay un grado de coincidencia tal entre todos esos sentidos propios de la generalidad que cabe conformar idealmente el de mayor habitualidad o el que concurre con mayor frecuencia, al que, por esa razón, se denomina “común”.

El problema que se plantea en este punto es casi de ingeniería analítica–si se me permite la expresión-: hay que aislar de todos y cada uno de los sentidos propios de los que forman la generalidad los rasgos que se repiten invariablemente, y conformar seguidamente con ellos el modo de pensar y de proceder que es común a todos. A esta dificultad se añade la de su posible dimensión temporal. La cuestión es saber si hay un sentido común permanente e inmutable que se repite en todas las épocas; o si, por el contrario, estamos ante un modo de pensar y de proceder que va cambiando de acuerdo con las características de cada tiempo y lugar. La respuesta no es fácil, pero todo parece indicar que en el sentido común hay un factor temporal y espacial. Es algo parecido a lo que puede suceder con las buenas costumbres: la expresión es única y la misma, pero en su contenido influyen de un modo determinante las circunstancias de tiempo y lugar. A pesar de lo mucho que nos une, no creo que pueda hablarse aún de unas buenas costumbres europeas, unitarias para toda la Unión Europea. Es posible que suceda lo mismo con el sentido común.

Para configurar el sentido común hay que proceder, por último, de un modo comparativo. Una vez aislado y conformado ese modo de pensar y proceder común de la generalidad, para saber si alguien tiene o no sentido común hay que contrastar su sentido propio con el de la generalidad. De tal suerte que si el sujeto en cuestión piensa y procede de un modo coincidente con el que asignamos idealmente a la generalidad, podrá afirmarse que tiene sentido común y que carece de él en caso contrario. Pero ¿hay alguien especialmente encargado de efectuar esta comparación? La respuesta es negativa. Es nuestro sentido propio el que realiza esta confrontación. Pero quien dice de otro si tiene o no sentido común, no averigua primero cuál es el modo de pensar o proceder que se considera como común, sino que determina lo que es el sentido común de acuerdo con su sentido propio y, desde éste, juzga si el sujeto en cuestión posee o no aquel sentido. Tal vez por esto último hay una idea extensamente difundida que considera el sentido común como el menos común de los sentidos. Este pensamiento parece expresar una aporía: racionalmente no se puede calificar un sentido como común y decir al mismo tiempo que es el menos común de todos. O ese sentido ha sido mal adjetivado al llamarlo común, o se está haciendo una pirueta mental ingeniosa, pero inexacta, al decir que tal sentido es a la vez común y poco habitual.

En la línea de aclarar qué es el sentido común, conviene detenerse en la siguiente frase de Unamuno: “existe gente que está tan llena de sentido común que no le queda el más pequeño rincón para el sentido propio”. De nuevo estamos ante un pensamiento brillante pero inexacto, que hace perder claridad y precisión a los ya confusos contornos del sentido común. Y es que el sentido propio y el común no son sentidos distintos e incompatibles que haya que contraponer. En el plano individual, solo hay sentido propio y éste ocupa todo el ámbito de cada individuo. Lo que ocurres es que en aquellas personas que poseen un sentido propio coincidente ampliamente con el modo de pensar y de proceder de la generalidad, su sentido propio está repleto de sentido común. Pero todo en cada una de ellas es sentido propio.

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