Una enfermedad del alma
Estaba pasando por sus peores momentos y eso que su vida no había sido nada fácil. Había nacido en un barrio de la ciudad y en una familia con muy pocos recursos económicos. Pero gracias a su inteligencia y a su gran capacidad de trabajo había acumulado una notable fortuna, que venía disfrutando, desde hacía algunos años, con su mujer y su joven hijo. Ahora vivían en una zona residencial.
En el último año y medio, había visitado a varios médicos de prestigio porque su hijo había contraído una extraña enfermedad: casi no hablaba, se había vuelto agresivo e irritable, daba muestras de gran crueldad y no se interesaba por nada. Después de numerosas pruebas con todo tipo de aparatos, nadie había conseguido descubrir la dolencia que estaba consumiendo a su hijo.
Un día decidió visitar a su antiguo médico del barrio, que tantas veces le había atendido cuando él era niño. No iba con muchas esperanzas, pero cuando el viejo médico lo vio entrar con el joven por la puerta de la consulta, le dijo sin titubear que su hijo tenía una enfermedad del alma. Sorprendido por la rapidez del diagnóstico, le preguntó por el nombre de la enfermedad. Le respondió que era muy poco conocida, propia de nuestros días y que se llamaba «insensibilidad». Al inquirir sobre su causa, le contestó que se debía al aislamiento y al exceso de protección. Y a la pregunta de si la «insensibilidad» tenía cura, respondió que no lo sabía con certeza, porque no había tenido ningún otro paciente con dicha enfermedad.
Ante las insistentes súplicas del padre para que lo tratara, el experimentado médico le dijo que, para recuperar la «sensibilidad», su hijo tenía que ver, con sus propios ojos, el miedo y la ternura. Quedó desorientado ante tan sorprendentes remedios y le confesó con rubor que no sabía dónde podía mostrar a su hijo el miedo y, mucho menos aún, la ternura. Entonces, el viejo médico los citó en su casa a las tres menos cinco de la tarde del día siguiente.
Llegaron puntuales. Era una casa antigua de planta baja y un piso, pintada de verde, con una puerta de madera que aún conservaba algún resto de barniz. Llamaron al timbre y enseguida se abrió la puerta. El médico los condujo lentamente hasta el cuarto de estar y les indicó que se sentaran en un sofá de pana marrón de tres plazas, frente al cual estaba el televisor.
Sin decir palabra, el médico encendió la televisión y unos instantes después comenzó el telediario. La noticia de apertura era el naufragio, en aguas del Estrecho, de una patera que llevaba varios subsaharianos y el posterior salvamento de la mayor parte de ellos por la Guardia Civil. Al enfocar la cámara el rostro de los náufragos, el joven pudo ver en los ojos de algunos de ellos la imagen, no ya del miedo, sino del terror. Al desembarcarlos, se tumbaron en el suelo temblando, ateridos de frío, y entonces el joven observó la inmensa ternura con la que los miembros de la Cruz Roja los cubrían con sus propios cuerpos y mantas para hacerlos entrar en calor. Se cuenta que, desde ese día, el joven comenzó a mejorar.