El hombre suspendido
-Doctor, lo llaman por teléfono. Es del Hospital.
Se levantó del viejo sofá de cuero, descolorido y arañado, apoyando con fuerza sus manos en los mullidos cojines tapizados de pana desgastada. Cada vez le costaba más ponerse en pie, debido a la pérdida de flexibilidad que había ido creciendo con el tiempo casi al mismo ritmo que su sabiduría. Había llegado a ser el más afamado Catedrático de Medicina Legal de su país y gozaba de un reconocido prestigio internacional como médico forense.
A sus cincuenta y nueve años, seguía viviendo en aquel Colegio Mayor Universitario, en el que había entrado con diecisiete años recién cumplidos para iniciar la carrera de medicina. Tras haber pasado por todos los cargos directivos, con la consiguiente mejora de habitación, ocupaba la mejor de todas: una buhardilla sin tabiques de casi sesenta metros cuadrados con vistas al espléndido jardín botánico con el que contaba aquella Universidad varias veces centenaria.
No le extrañó la llamada, ni aunque fueran las once de la noche, ya que todavía no había podido librarse de las guardias. La cabina telefónica estaba enfrente de la portería. Era estrecha, prevista para un solo ocupante, con un pequeño mostrador para tomar notas, y sin asiento alguno. Como tenía algo de claustrofobia, dejó la puerta entreabierta, sujetándola con el talón de su pie derecho.
– Si, ¿quién es?… A medida que escuchaba atentamente, comenzó a escribir en una de las hojas que estaban sobre el mostrador, sujetas con una pinza de carey.
– Tengo que salir a levantar un cadáver- dijo al grupo de contertulios con los que estaba en un rincón del cuarto de estar de los postgraduados.
Aquel día de enero de mil novecientos setenta había amanecido con lluvias intensas, que aún no habían cesado a esas horas de la noche. El viento, con fuertes ráfagas, se había intensificado a partir del atardecer. Desde el ventanal del cuarto de estar, se veían pasar, bajo la luz de las farolas, goterones alineados horizontalmente, que serpenteaban al compás de los aullidos intermitentes del viento. Era una de esas noches desapacibles de invierno, que se dan con cierta frecuencia en el interior de Galicia.
-Te acompaño- dijo con una mirada de misericordia el más joven del grupo, que era profesor ayudante de Literatura.
Tras prepararse convenientemente, se subieron al viejo Morris azul del Profesor y salieron rumbo a la costa. Durante el camino, Lorenzo, que así se llamaba el ilustre forense, le contó que había pedido a todos los Juzgados de la provincia que lo llamaran cada vez que hubiera algún ahorcado, porque estaba haciendo un trabajo para publicarlo en una revista científica portuguesa.
Pasados tres cuartos de hora de viaje, llegaron al puesto de la guardia civil que se encargaba de las primeras diligencias. Era una casa de una planta, con una puerta de aluminio con rejas, en cuyo dintel había una placa de madera pintada con los colores de la bandera de España, en la que estaba escrito en negro con letras grandes: COMANDANCIA DE LA GUARDIA CIVIL.
Les abrió la puerta un guardia joven, de unos veinte años. Detrás del mostrador, estaba el comandante del puesto, un sargento que rozaba la cuarentena, que estaba bebiendo un café en una taza esmaltada en blanco con el borde superior de color azul marino. Después de las pertinentes presentaciones y saludos, los dos guardias se pusieron sus tabardos verdes y le pidieron al doctor que los siguiera en su Morris hasta un punto de la carretera, en el que tenían que subirse al coche oficial, porque el acceso a la casa era muy complicado.
El tiempo había mejorado ligeramente, las gotas de la lluvia ya no eran tan grandes, y habrían llegado a sentir una sensación de bienestar de no ser porque, al aumentar la fuerza del viento, el agua les llegaba de todas partes, sorteando con suma facilidad los parapetos de los paraguas. Después de caminar un buen rato por el monte, alumbrados por las linternas de los guardias, divisaron una casa de piedra y cemento, desvastada por la intemperie, con un portón de doble hoja, de cuyo interior salía una luz débil y oscilante, que dejaba vislumbrar en la penumbra la imagen de una mujer con el pelo cubierto por un pañuelo.
– Está ahí arriba, en el granero- dijo, con dureza.
Entraron, tras ella, en una habitación bastante amplia, cuyo suelo era de tierra apelmazada y húmeda, y en la que había una gran chimenea de piedra con unos leños ardiendo, apiñados en un rincón. La luz eléctrica todavía no había llegado hasta aquella parroquia, por lo que se sentaron, a la luz de unas velas, alrededor de una mesa de madera de pino sin barnizar, que estaba en el centro de la estancia. Del cajón de la mesa, la mujer sacó un plato de latón con unos arenques secos, ofreciéndolos cortésmente a los visitantes. Todos rechazaron la invitación, los guardias con una simple negativa, y el forense y su acompañante, con el pretexto de que ya habían cenado, no olvidándose ninguno de ellos de expresar su agradecimiento.
– Estaba en la bebida desde que dejó la mar hace quince años. Lo jubilaron a los cuarenta y cinco por una bronquitis crónica de tanto fumar. Cuando volvía de vender la leche, me esperaba en el camino y si no le daba lo que traía, me daba una paliza. Después se iba al bar y no volvía hasta el amanecer…. No era mal hombre, pero el alcohol, ya se sabe… – dijo con gran entereza y sin el menor asomo de tristeza.
Tras la llegada del Juez, fueron todos al granero, que estaba un poco alejado de la casa. El sargento abrió la puerta muy despacio y en mismo centro, colgado de una viga del techo, estaba él, con la boina movida, dejando al descubierto una parte de su calva, que estaba más blanca que el resto de la cara. La cabeza estaba ladeada hacia la izquierda, en la misma dirección que la lengua que asomaba ligeramente por la boca. Siguiendo las órdenes del Juez, el sargento lo cogió por los pies. El joven guardia, subido a una banqueta desató la soga de la viga, lo agarró por debajo de los brazos y, ayudados por el Juez y Lorenzo, lo fueron poniendo en posición horizontal, hasta posarlo suavemente sobre el suelo. El doctor lo reconoció con minuciosidad, golpeándolo con una espiga de maíz en los brazos y las piernas con el fin de determinar aproximadamente la hora del óbito por el grado de rigidez del cuerpo.
Después de rellenar y firmar el papeleo correspondiente, salieron en silencio de la casa y caminaron a la luz de las linternas hasta la carretera. La despedida fue un simple apretón de manos. No había otro deseo que abandonar cuanto antes aquel paraje lúgubre, en el que hasta se contenía el aliento para no resultar contagiado por tanta pobreza.
– Has tenido mucha suerte. Has visto un “suspendido” típico, que muere porque se le rompe la aorta- dijo Lorenzo a su acompañante, mientras regresaban en el Morris.
El acompañante, fuertemente impresionado por lo que había visto, guardó silencio. Pero supo en ese mismo instante que ya nunca podría borrar de su mente la imagen de aquel hombre que la frialdad de la ciencia denominaba “suspendido”. Y se prometió que nunca más se pondría voluntariamente en la ocasión de contemplar un muerto.