Las nubes pueden ser gemelas

10 cuentos imaginados al pasear.

Ilustraciones de Eduardo Arroyo.

Prólogo de Carlos G. Reigosa.

El escritor londinense Gilbert K. Chesterton sostenía que toda gran obra literaria es siempre alegórica, al menos respecto de una determinada visión del mundo. Así, la Ilíada sería grandiosa aunque sólo fuese porque la vida de todos es una batalla; la Odisea, porque la vida de todos es un viaje, y el libro de Job, porque la vida de todos es un enigma. El erudito belga Paul de Man lo argumentó y ratificó desde la perspectiva académica –la alegoría y la ironía son inseparables e irreductibles- y entronizó el poder de la memoria como una forma de pensar el futuro en la que se entrelazan ficción y autobiografía.

He elegido empezar con esta referencia porque creo que nos sitúa de inmediato en el mismísimo meollo de la cuestión. La obra a la que preceden estas líneas participa de esa estirpe alegórica y se nutre esencialmente de la memoria del autor y de su capacidad para crear a partir de ella, pero también -y muy perceptiblemente- de su vigor narrativo, que se manifiesta en la predominancia de un esteticismo (a veces irónico) de honda raigambre galaica y, a la vez, universal. Los ecos de Valle-Inclán, de Cunqueiro o de Fole se acompasan en estos cuentos con otros que bien pudieran atribuirse a Isaak Bábel, Rudyard Kipling o Ernest Hemingway. A la postre, el autor de Las nubes pueden ser gemelas, José Manuel Otero Lastres, nos cuenta unas historias en apariencia diversas que nos conciernen en lo esencial, porque la vida de todos nosotros se mueve también por esos impulsos que emanan del recuerdo. Unos impulsos y unos recuerdos que se transfiguran literariamente, como sucede en esta obra.

Ternura e ironía se conjugan con acierto en muchos de los cuentos aquí recogidos, pero no para desembocar en vanos ejercicios de “la estética por la estética”, sino para elevar narrativamente el listón de la denuncia social, como ocurre en el primero, titulado “Toliño”, y en el último, “El cucurucho de las castañas”. Ambos relatos tienen una honda emotividad (con un cierre de magia y misterio en el caso de “Toliño”) que, sin embargo, no les impide ser lo que son: dos alegorías (y dos críticas amargas, a la vez) de una sociedad que prospera pero que, paradójicamente, no se vuelve más sensible ni mitiga sus contradicciones. La denuncia del autor se dirige precisamente contra esa anestesia que parece embotar a los beneficiarios del bienestar y les impide aliviar las calamidades de los “herederos de la nada” que en el mundo son.

En “El tercer recuerdo”, Otero Lastres nos sitúa ante lo impredecible de la memoria, en un sentido que nos hace evocar algunos relatos de Edgard A. Poe. El autor juega en el filo de lo creible con elementos aquerenciados en lo fantástico. Algo que, por una vía más sentimental, se renueva en “Un regalo en la orilla”, donde la emigración, el mar y los boleros enmarcan el recorrido oceánico de una cajita de puros con un poema-canción que es más símbolo poético que realidad.

En “La segunda compañera” el autor vuelve a conseguir un juego de memorias y equívocos sabiamente conjugados, que adquiere un tono más ácido y funéreo en “El hombre suspendido”, un relato minucioso en las descripciones que logra un excelente efecto final. Como en “Un regalo en la orilla”, la tensión dramática alcanza tintes hemingwayanos en asuntos que el autor de El viejo y el mar también trató en su obra.

En “La mirada” volvemos a encontrarnos con el autor escrupuloso y preciso que no se desprende del esteticismo ni siquiera cuando la tragedia se adueña de su relato, para situarnos, críticamente, ante una sociedad inclemente e insolidaria, de corazón frío. Las descripciones se hacen aquí más breves, pero no menos intensas. Porque la mirada del propio autor se llena de lucidez en este drama tan actual que muchas veces ha consumido –y sigue consumiendo- la vida de los más sensibles, de los menos dotados para afrontar la hostilidad del mundo.

En “Leitón”, Otero Lastres nos ofrece la biografía sentimental de un perro de caza, conmovedor y entrañable, que también tiene su particular secreto revelador, y en “Faltayún, el pelícano” nos confronta con fracciones y vestigios literalmente arañados de la eternidad. En ambos relatos la fuerza de la evocación le gana la partida al dolor, porque la memoria –esa impagable mediadora- le permite al autor recrearse en la alegoría sin ceder a la tentación del drama social-realista, casi siempre empobrecedor. La fantasía se sitúa así más allá del tiempo –porque no envejece lo que nunca existió-, para expresar mejor y más libremente una emoción.

“El hombre de clausura” ejemplifica una constante en la obra del autor: la construcción de un misterio mediante la dilatada y concienzuda exposición de un episodio, para desembocar de súbito en un sorprendente final, relatado con una concisión primorosa, que a veces incluso nos parece excesiva… como si en verdad nos privase de algo, quizá de un mayor deleite o de un más demorado conocimiento.

El último relato, “El cucurucho de las castañas” (al que ya nos hemos referido), acumula ironía y ternura quizá en mayor medida que ningún otro. La sátira roza el esperpento valleinclanesco cuando el paro llega a los mendigos, y el lector queda atrapado en la dialéctica de la crítica social y del humor disparatado. El equilibrio entre ambas dosis consigue que el relato no se deslice por el tobogán de lo jocoso ni se quede en la exposición de una simple paradoja. Otero Lastres encauza un torrente de humor en una parodia que se convierte, a la postre, en una sutil alegoría: la de la propia sociedad mercantilizada en la que vivimos. Nada menos.

El acierto en la elección del fragmento en que se pone el énfasis expositivo es quizá el logro mayor de unos relatos que, tras esa pausa enriquecedora y literariamente bien resuelta, se precipitan en el curso rápido de un final inesperado y contundente, sin que el lector tenga tiempo para reaccionar o liberarse del impacto. El autor maneja el punto final como un hachazo que, tras resolver le ecuación literaria que ha planteado, deja al lector solo ante su propia reflexión evaluadora.

El estilo literario, directo, sin recovecos, es, por otra parte, el más adecuado para el propósito del autor. Escribió Remy de Gourmont que la condición fundamental de una buena prosa es que sea natural y rítmica como un movimiento respiratorio. La de Otero Lastres cumple esta demanda en plenitud, con sobriedad y acierto. No sé si es el rigor jurídico del autor (sería un lógico efecto de la profesión que ejerce y domina y en la que es catedrático de Universidad) o si es una estricta exigencia literaria que él se impuso, pero la realidad es que logra atinar con la palabra precisa, siempre al servicio de unas historias impecables, en apariencia sencillas, todas ellas acunadas por la ternura del niño que fue y por la capacidad crítica del adulto que es.

El logro que constituye este conjunto de relatos ya se había anunciado en sus dos libros anteriores: Carta a Miguel y otros cuentos (2000) y Puentes de palabras (2002). En ambos está la forja que hace de Las nubes pueden ser gemelas una obra madura, equilibrada, con amplios saberes literarios ya traducidos a un estilo personal. Los tres participan del mismo mundo del autor, e incluso lo perfilan y acotan, pero, a su vez, acogen una evolución perceptible que hace de este último el más sazonado y ambicioso, el más completo.

Por todo esto es un honor asomar en el liminar de este libro y tener la oportunidad de presentárselo al lector. Se siente uno a gusto haciendo esta invitación a una lectura que no decepcionará. Así lo ha entendido también el maestro Eduardo Arroyo, un pintor proteico y vitalista, que, además de su arte, domina el de la conversación culta, y que acompaña cada cuento con una ilustración ajustada y cabal, siempre fiel al contenido de la historia a la que sirve. Las síntesis de Arroyo tienen la elocuencia del k.o., máxima resolución de un deporte que él y yo admiramos contra viento y marea. Con sus dibujos, esta edición se embellece y ennoblece formalmente. Los cuentos de Otero Lastres difícilmente podrían dotarse de mejor compañía para comparecer en público.

Por todo lo dicho, deseo que estos relatos tengan la buena fortuna que se merecen.

Carlos G. Reigosa

Epílogo de José Luis Rodríguez Zapatero.

Fotos durante la presentación, en el Círculo de Bellas Artes, de «Las nubes pueden ser gemelas»

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