Posts Tagged ‘ensayo’

La sociedad de los espíritus obesos

viernes, 20 julio, 2012
 ABC-La Tercera

El hombre se pasa la vida intentando conseguir lo que necesita y lo que cree precisar. Sus apetencias son de todo tipo, pero las primeras que suele satisfacer son las materiales: procura lo indispensable para su sustento. Es verdad que el mantenimiento del cuerpo genera la energía que necesita el espíritu, pero la mente requiere, además, su propio alimento. Desde hace algún tiempo parece, sin embargo, que no estamos nutriendo convenientemente el cuerpo ni el alma.

En el primer mundo, se come, por lo general, mucho más, peor, y con mayor celeridad, de lo que convendría. La vida sedentaria que llevamos hace que cada vez precisemos menos calorías y, en lugar de haber reducido la ingesta, engullimos bastante más de lo que necesitamos. El desacierto es todavía mayor al elegir los alimentos: en vez de una dieta equilibrada, consumimos lo más insano. Y por si todo ello fuera poco, apenas dedicamos tiempo al acto mismo de comer. No es, pues, una casualidad que se hable en nuestros días de “comida basura” y de “comida rápida”, ni tampoco el crecimiento alarmante del número de obesos. Tal vez por eso, y como reacción pendular, hay quienes han entronizado la cultura del cuerpo: una especie de “racismo estético”, según el cual se considera inferior a todo aquel que no entra en los tiránicos cánones de la moderna esbeltez. Lamentablemente, este desvarío fisonómico en el que estamos sumidos no es inocuo: está provocando graves enfermedades, como la anorexia y la bulimia, en las que unas dietas hipocalóricas exageradas y prolongadas, acaban produciendo serios trastornos de la mente, de los que cuesta salir mucho más de lo que se piensa.

Pero no sólo erramos al alimentar el cuerpo, nos estamos equivocando también con el espíritu. Vargas Llosa sostiene que en nuestros días los intelectuales escriben para entretener, no para dar respuesta a las grandes preguntas que se viene haciendo el hombre desde sus orígenes. Lo cual ha desembocado, en su opinión, en una especie de banalización de la cultura en la que falta compromiso. Si el nutriente intelectual de las clases más ilustradas es la cultura banalizada, no hace falta ser muy perspicaz para intuir que el de las personas menos instruidas es, sencillamente, “basura mental”. El periodismo de escándalo, sobre todo el televisivo y el de las revistas del corazón, -añade el Premio Nobel- está haciendo un daño enorme, porque, al influir en la manera de ser y de pensar de capas muy extensas del público, se ha convertido en el principal instrumento de difusión de la que él denomina “la civilización del espectáculo”.

Este sórdido mundo del “cotilleo”, en el que los reporteros, convertidos en protagonistas, debaten teatralmente sobre aspectos intrascendentes de la vida irrelevante de personas conocidas (sin valoración alguna sobre la razón por la que lo son), se ha convertido en la pitanza preferida de una parte de la sociedad a la que le está produciendo una nefasta “obesidad espiritual”. El espíritu del público se está envenenando poco a poco con esta bazofia intelectual que ingiere en dosis perniciosas, haciendo que aumente imparablemente el número de los adictos al chismorreo. Cada vez es mayor el número de los que prefieren la actitud pasiva de sentarse a oír hablar de otros –y a poder ser mal- que hacer el esfuerzo de alimentar su espíritu con ideas y pensamientos ajenos.

A esta adiposidad espiritual contribuye la progresiva e imparable “dinerización” de la vida moderna. Es tal la concentración del poder en unas pocas manos que el servilismo imperante en nuestros días supera, aunque pueda parecer mentira, al que existía durante el feudalismo. Hoy el poder económico y político ofrece prebendas y protección a cambio de la ciega adhesión a los dictados del que manda. Y es tanto lo que puede dar el poder –y tan poco lo que queda fuera- que no son pocos los que prefieren recibir las dádivas del poderoso a defender en las afueras del sistema las propias ideas divergentes con el pensamiento único. Lo peor de todo es que este moderno servilismo está acabando poco a poco con un valor tan relevante de la persona como es la dignidad.

Lo que antecede es especialmente visible en el mundo de la creatividad. El creador actual ya no es un bohemio que persigue la inmortalidad y la gloria. Ha visto que las obras del espíritu dan para vivir -y bien- a los que pululan al alrededor del poder y traspasan sin remordimientos la frontera de la comercialidad. Este untamiento del intelecto ha llegado a todos los ámbitos de las bellas artes, desde la literatura al cine pasando por la pintura y la escultura. Lo que importa es estar a bien con el poder que es el que compra y subvenciona. Eso explica el abandono del compromiso –siempre incómodo para el poder- y su sustitución por el entretenimiento al que se refiere Vargas Llosa.

La creciente adiposidad que envuelve nuestros espíritus ha desatado también una irrefrenable tendencia al consumo de bienes materiales. Desde que nacemos, se nos incita a acumular. Cuando somos pequeños, cosas para jugar; y cuando vamos creciendo, bienes para usar y consumir. Pero nada se regala: se obtienen a cambio de dinero que tenemos que canjear previamente por tiempo libre. La vida se vuelve entonces un completo sinsentido y en ese clima no es extraño que se haya originado una nueva pobreza que consiste no tanto en la escasez de bienes, cuanto en la falta de tiempo para cuidar nuestra alma y para ayudar a curar la de los demás. La sociedad de consumo ha generado unos nuevos pordioseros que ya no mendigan bienes materiales, sino tiempo: limosnean unos minutos para que los escuchen. Pero nosotros preferimos malgastar el tiempo en obtener dinero para consumir que darlo como “limosna” a los modernos “mendigos de tiempo”.

No sé a quién corresponde la ciclópea tarea de acabar con la obesidad asfixiante que atenaza nuestros espíritus. Estas líneas, a modo de lámpara de Diógenes prendida a la luz del día, no buscan hombres justos, sino intelectuales que asuman el compromiso de engendrar pensamientos críticos que instruyan, enriquezcan y alimenten sanamente los espíritus.

José Manuel Otero Lastres

El Rednauta

lunes, 30 abril, 2012
La voz de Galicia

Es un lugar común afirmar que los ciudadanos del primer mundo vivimos en la «sociedad de la información». En ninguna otra época de la historia de la humanidad, el ser humano ha generado, transmitido, difundido y recibido tal cantidad de conocimientos, y con tanta rapidez. Cualquier suceso, incluso los ocurridos en la parte más recóndita de la Tierra, puede llegar a ser conocido de inmediato en el resto del planeta. Desde el punto de vista cuantitativo, en la actualidad hay más personas que nunca con posibilidad de acceder a todo tipo de datos para completar sus saberes. Hoy cualquiera puede informarse al instante sobre cualquier asunto en contraste con el enorme esfuerzo que se vieron obligadas a realizar para procurarse sus conocimientos las personas más instruidas de épocas precedentes. Este descomunal desarrollo de la información, consecuencia, en buena medida, del imparable progreso de la tecnología, incita a calificar al individuo contemporáneo como el «hombre informado».

Al fenómeno de la información ha venido a sumarse recientemente otro, que podríamos denominar «diálogo en la red», en el que, gracias a los utensilios telemáticos, una buena parte de ciudadanos, en su mayoría jóvenes, se han convertido en rednautas o navegantes por la red (expresión más precisa que la de internauta, cuyo significado es, en rigor, navegante «entre» o «en medio de», pero sin referencia alguna al medio). La información tradicional, tal vez contemplada por esta parte de la sociedad como un monólogo sin apenas interés por hablar generalmente de acontecimientos ajenos, está coexistiendo con ese nuevo fenómeno del diálogo entre los navegantes. Y, lo que es más relevante, en el que se habla no de lo que los medios de información consideran interesante (generalmente la política), sino de lo que los propios rednautas entienden como tal.

Asistimos así a una proliferación de redes sociales que está transformando al ciudadano actual. Es cierto que muchas veces el contenido de lo que se lanza a la red es trivial, pues el rednauta es de los que viven en el olvido del montón y difunde noticias banales que intercambia con otras equivalentes de los demás navegantes. Pero eso no impide que se esté produciendo una comunicación completamente abierta e incontrolada entre los navegantes por la red. Hay un diálogo permanente entre los rednautas sobre sus propias noticias. La gran mayoría de ellos son gente corriente que ahora está interconectada: decide sin rubor lo que comunica, pero sin dejar de estar permanentemente atenta a lo que interesa a los demás rednautas.

Al ser reciente, la aparición del rednauta presenta todavía desajustes y defectos, como el de la posibilidad de utilizar de forma perversa el anonimato que permite la red. Pero con el tiempo irán mejorando la calidad y la fiabilidad de los contenidos que se lanzan a través de la misma.

Lo que parece que no tiene vuelta atrás es la entrada del hombre moderno en la red y su conversión en rednauta.

A día de hoy la red es ya la gran avenida tecnológica de la sociedad «audio-parlante» por la que transitan tanto la información de los medios de comunicación, de elaboración cara y difícil cobro, como la plática insustancial, de bajo coste, que mantienen los rednautas.

 José Manuel Otero

La vida y los recuerdos

lunes, 2 abril, 2012
ABC

Si consideramos la vida como una carrera en la que el nacimiento es la salida y la muerte la meta, es evidente que se evoluciona mucho más deprisa en los primeros tramos del trayecto que en los últimos. Hay una parte de nuestra existencia, que se inicia en los primeros años y llega más o menos hasta la treintena, en la que tenemos tanto por delante y es tan poco nuestro pasado que solo contemplamos el futuro. Pero los hechos en esta etapa vital acaecen tan vertiginosamente que nos van quedando en el recuerdo fogonazos instantáneos que son desplazados inmediatamente por otros que vienen sucesivamente, como si fueran olas que arriban cadenciosa pero imparablemente a la orilla. Son tiempos de miradas voraces e insaciables, de llenarse de vivencias, de abrir los sentidos de par en par hasta que den todo de sí para que la circunstancia en la que vivimos impresione nuestra alma y se vayan depositando en nuestro yo las experiencias que van conformando nuestra vida.

Pero llega inexorablemente otro tiempo en el que empezamos a tener pasado y, aunque es verdad que vivimos el presente y esperamos con ansia el futuro, aquel cada vez nos pesa más. Nuestra mirada se serena, deja de ser prospectiva, de largo alcance y proyectada hacia el futuro, y se hace más introspectiva. No buscamos las respuestas tanto en lo que nos queda por aprender cuanto en lo que tenemos en la mochila de la vida, para afrontar así con lo que ya sabemos los nuevos retos que nos plantea el hecho de vivir.

Cuando se inicia el tramo final de la vida, que no se acabará un segundo antes de que corresponda, el camino recorrido hasta entonces se ha ido haciendo acompasadamente con nuestros seres queridos, con los lugares por los que hemos transitado y con las vivencias habidas con ambos. Los que llegan a este punto han vivido lo suficiente para saber que la mayoría de las cosas se consiguen antes no por correr más deprisa, sino por avanzar más sabiamente. Por eso, no se trata de acelerar el ritmo, sino de acomodarlo al movimiento conjuntado del cuerpo longevo con el alma experimentada.

Tiene razón el novelista inglés Samuel Butler cuando dice: «Memoria y olvido son como la vida y la muerte. Vivir es recordar y recordar es vivir. Morir es olvidar y olvidar es morir». Por eso, una vida ha sido tanto más intensa cuanto más llena está la memoria de recuerdos. Los olvidos no forman parte de nosotros, y si somos en buena medida lo que recordamos, lo que ya ha abandonado nuestra memoria ha dejado de ser parte de nuestra vida y, en consecuencia, no puede volver a pasar por nuestro corazón, que eso es, en definitiva, como decía Ortega y Gasset, recordar.

En los recuerdos están muy presentes los lugares en los que hemos pasado muchos momentos de nuestra vida. Si traemos a la memoria las más lejanas remembranzas, comprobaremos que en la mayoría de los casos hay una estancia, unas paredes, un inmueble, un paisaje en el que sucedió el acontecimiento que rescatamos del pasado. Pero el enlace entre el recuerdo y el lugar no tiene para todos la misma intensidad. En esto, los seres humanos reaccionamos de muy distinta manera.

Hay quienes toman el entorno físico como un simple punto de referencia material que completa el marco de la evocación. Para estos es tan intenso en sí mismo el suceso rememorado que los ingredientes de lugar y espacio son tan solo datos accesorios e irrelevantes, perfectamente sustituibles por otros. A tales personas, las cosas no les traen recuerdos, sino que son solamente partes accidentales de los mismos. Su relación con todo aquello que no sea el lado sentimental de la vivencia es de distanciamiento, por lo cual pueden regresar sin ningún problema a los lugares en los que se desarrolló el acontecimiento memorizado. Y que conste que esta manera de afrontar los recuerdos no revela, en modo alguno, frialdad. Más bien lo contrario: al centrarse en lo sustancial de lo vivido y dejar de lado lo puramente material, elevan la espiritualidad de sus sentimientos a la máxima intensidad.

Pero hay otras personas para las que las escenas impregnan tanto sus recuerdos que no pueden separar unas de otros. En estos sujetos, la evocación mezcla indisolublemente acontecimiento y lugar, de tal suerte que cada hecho se rememora enmarcado en su concreta localización. Se recuerda, por ejemplo, el primer beso a la persona amada, pero tanto la sensación espiritual producida como el día, hora y lugar en que sucedió. Por eso, las propias cosas son evocadoras de recuerdos y forman parte de ellos como el escenario en la obra teatral.

En este grupo de personas, la reacción ante las cosas portadoras de recuerdos no siempre es la misma. Las hay que, lejos de rehuir, buscan afanosamente el encuentro con los objetos que formaban parte de los sucesos que recuperan de la memoria. De tal suerte que la cosa misma, la estancia, el mueble, una foto, un cuadro, son los hilos para acceder al ovillo en el que descansan enredados los recuerdos. El sujeto que se entrega al sosegado placer de recordar ve en cada cosa un punto de anclaje que le permite bajar la cometa en la que flamea cada una de sus vivencias.

Los hay también que convierten los recuerdos, incluso los buenos, en añoranza. Rememoran porque hacer presente en la memoria lo acaecido es una parte del vivir. Pero rehúsan acercarse a los objetos evocadores de vivencias porque su simple visión desata la intensa melancolía de echar en falta. No es que no se entreguen a recordar, es que lo hacen cuando quieren y no cuando se ven forzados por un objeto-gancho que les obliga a ello y desata en su interior un incontrolable ataque de tristeza.

De todos los recuerdos que pueden acompañarnos hasta el final de la vida el más reconfortante, el que nos hace sentir más vivos, es sin duda el del amor, sobre todo cuando perdura más allá de circunstancias en las que se rompe la unión entre el cuerpo y el alma, como ocurre con ciertas enfermedades mentales y con la muerte. En el primer caso, aunque el enfermo ya no sea «mentalmente» lo que fue, no por eso se deja de quererlo. Y otro tanto sucede con el amor a nuestros muertos: los seguimos queriendo en el recuerdo. Ni los unos ni los otros han dejado de ser «nuestros seres queridos» a pesar de que ya no les quede nada de lo que han sido. La indescifrable esencia del amor se demuestra, pues, en lo difícil que es aprehender la realidad querida: el estado mentalmente saludable del ser amado o el hecho de seguir vivo no son un elemento decisivo del amor, porque puede seguir habiéndolo —y mucho— aunque lo que se quiera en tal caso sea más bien lo ya pasado. Si Butler decía que vivir es recordar, y recordar vivir, me permito añadir que amar es la mejor manera de vivir y recordar.

Jose Manuel Otero

 

Si continuas utilizando este sitio aceptas el uso de cookies. Más información.

Esta página web utiliza cookies para ofrecer la mejor experiencia de navegación posible y conocer la utilización de la misma. Si sigues utilizando esta web sin cambiar los ajustes de tu navegador, aceptas su utilización. Haciendo clic en "Aceptar" mejorará la navegación.

Si deseas más información, lee nuestra Política de Cookies

Cerrar