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La Vida como préstamo

sábado, 14 enero, 2012
ABC- La Tercera
 

Si hay algún acto involuntario del ser humano que le afecta absolutamente es el hecho de existir. Desde una perspectiva puramente racional, parece que todos nosotros deberíamos tener algo que decir ante un acontecimiento de tanta trascendencia. Y, sin embargo, las cosas son de tal modo que ni siquiera es posible preguntarnos si queremos venir al mundo. Somos concebidos por otros y, por ese acto de ellos, recibimos la vida. Pero no nos la dan para quedárnosla eternamente, sino para devolverla en el momento de la muerte.

Nacer supone, por eso, una especie de préstamo en el que cada uno de nosotros es el principal obligado, pero sin tener la más mínima intervención: se nos da la vida sin haberla pedido, y nos obligan a entregarla en otro momento inicialmente incierto, que también se escapa, aunque no enteramente, al ámbito de nuestra voluntad. Y digo que no del todo, porque si nada podemos hacer para llegar a existir, algo está, en cambio, en nuestras manos para dejar de hacerlo. Porque, en lo de morir, siempre cabe la posibilidad de anticipar, si queremos, la devolución de la vida que nos han prestado.

Otra llamativa singularidad de este tipo de préstamo es que quienes nos dan la existencia, nuestros progenitores, no son a aquellos a los que tenemos que devolvérsela. Nacemos gracias a ellos, pero cuando morimos no es a ellos a los que restituimos la vida. Y es que aunque se suele saber con bastante certeza quiénes nos hacen existir, se ignora, al menos racionalmente, a quién nos entregamos cuando expiramos el último aliento. La vida supone, por tanto, tener prestado algo que no pedimos, la existencia; que es nuestra desde que la recibimos; y que habremos de rembolsar, en su día, a alguien distinto de aquél que nos la dio.

Pero si nos ha sido prestada ¿qué vida tenemos que devolver? ¿Bastará con reintegrar simplemente el capital prestado o es necesario devolverlo con intereses? Me planteo estas preguntas más allá de cualquier óptica religiosa, porque aunque en ésta se pueden encontrar respuestas, no son las que estoy buscando. Lo que me interesa aquí es la perspectiva puramente humana, y responderme solamente con ayuda de la razón sobre qué vida hemos de vivir para poder sentirnos satisfechos –al menos humanamente- al devolverla.

Vivir significa tener y mantener la vida. La existencia se sitúa, por tanto, entre dos puntos: el inicial, que es el instante en que se comienza a tener la vida, y el final, que es el momento hasta el que se mantiene y se entrega. Entre ambos hay una trayectoria más o menos duradera. Estas tres referencias temporales juegan un importante papel en las respuestas a las cuestiones que he dejado planteadas.

En el instante mismo en que se “tiene” la vida se produce, por así decirlo, la entrega del capital prestado. Se nos da la vida y tiene lugar un misterioso y determinante reparto de facultades intelectuales, de características físicas del cuerpo, y de entorno económico, que sitúa a cada ser humano en una posición indiscutiblemente desigual a la de todos los demás. Todos recibimos capital, pero no en la misma cuantía. Por eso, si bien es cierto que todos comenzamos teniendo lo mismo: la existencia, también lo es que no todos comenzamos a existir con los mismos medios. Cada uno tiene que recorrer su trayectoria iniciando el camino de su vida con los medios desiguales de los que ha sido dotado en el azaroso momento de su concepción. En esto vuelve a haber una singularidad: en la determinación del capital que nos prestan tampoco hemos tenido nada que ver, ni nadie ha podido preguntarnos cuánto queríamos que se nos hubiese entregado.

 Pero vivir supone también “mantener” la vida; es decir, conservarla, darle vigor y permanencia. Lo cual, situados en la perspectiva temporal, alude a un período de incierta duración. Es el tiempo que media entre la entrega y la devolución de lo prestado, elemento esencial del contrato de préstamo. Este lapso es el intervalo que tenemos para ir haciendo la vida que hemos de devolver, la cual se compone, por tanto, del yo inicialmente recibido y de todo lo que pueda ir completándolo antes del vencimiento del préstamo.

Pero si no tenemos la más mínima intervención en la fijación del capital prestado ¿podemos sentirnos obligados a devolverlo con intereses? La respuesta depende del sentido que le demos a la vida. Habrá quien piense que es suficiente con vivir sin mayores exigencias sobre todo si considera que ha sido injustamente tratado en el reparto inicial. Esta postura es humanamente comprensible porque racionalmente cuesta mucho admitir que se tengan que soportar algunas existencias que vienen marcadas muy negativamente desde su inicio, cuando había tantas posibilidades de recibir una vida bastante más compensada.

Hay, sin embargo, otra manera de enfocar las cosas. Y es partir de que cada uno de nosotros es una parte, aunque sea insignificante, de la Humanidad: engrosamos el elevadísimo número de las personas que han existido sobre la Tierra desde la aparición del hombre. Por eso, aunque seamos una arena más del inmenso desierto que es la Humanidad, tenemos que aprovecharnos de todo lo que hicieron nuestros antecesores y contribuir a apuntalar el escalón de progreso que le toca a nuestra generación. Dicho más directamente: el compromiso que tenemos con la Humanidad exige que desarrollemos y perfeccionemos nuestras facultades intelectuales y los valores culturales y éticos de nuestra época con el fin de construir nuestro mejor yo posible. Pero nada de ello será posible si la sociedad democrática y plural en la que vivimos no pone a disposición de los ciudadanos un sistema educativo universal, libre y gratuito que permita alcanzar aquellas finalidades. La vida que tenemos que devolver será humanamente satisfactoria si nos sentimos obligados ante la Humanidad a aprovechar intensamente lo que “nos dan” en el momento de nacer y compensamos lo que “no nos dieron” con ayuda de un programa educativo que permita llenar nuestro yo de la mejor forma posible. Racionalmente hablando, la vida como préstamo tiene sentido si se entiende que tenemos que devolverla a la Humanidad y que no cumplimos con ésta entregando cualquier vida, sino la mejor que podamos construir con todos los medios que la propia sociedad pone a nuestro alcance.

Jose Manuel Otero Lastres

El aumento de la corrupción

domingo, 6 noviembre, 2011
La Voz de Galicia

Decía Shakespeare hace más de cuatrocientos años: «¡Ay señor!, tal como va el mundo ser honesto es ser un hombre escogido entre diez mil». Si hubiera que actualizar esta cifra en la sociedad española de hoy habría que multiplicarla por mucho. Y es que cualquiera que esté medianamente informado tiene la sensación de que últimamente han aumentado de manera sensible los casos de corrupción que salen a la luz. Hasta tal punto es esto cierto que en el barómetro del CIS de junio de este año más del 87 % de los encuestados respondieron que la corrupción está muy o bastante extendida entre nosotros y un 17 % de ellos consideran que esta perversión forma parte de la naturaleza humana.

Ante esta situación, las preguntas que surgen son, cuando menos, las dos siguientes: si la corrupción, como cree el citado 17 % de los entrevistados, forma parte o no de la naturaleza humana; y por qué razón ha aumentado tanto en nuestros tiempos.

En cuanto a la primera de las cuestiones, escribía Quevedo, en sus Migajas sentenciosas, que «la repetición de los actos viciosos hace creer que nacen de la mala naturaleza de los hombres y no de la necesidad de ocasiones». Es posible que haya hombres «con mala naturaleza», pero pienso que son bastantes más los virtuosos. Por lo cual, no hay que descartar que la falta de honradez tenga que ver con la necesidad de ocasiones. En la vida moderna siempre se encuentran argumentos para no resistirse a la propuesta corruptora, y más aún cuando el sobornado cree que necesita inevitablemente lo que el corruptor le ofrece como contrapartida. Porque, como me dijo una vez un taxista, el hombre tiene una capacidad ilimitada para acumular dinero, es de lo único que nunca se llena.

Los antónimos de corrupción son honradez e integridad, términos que conducen a la probidad, esto es, rectitud, hombría de bien y conducta intachable. Lo cual nos sitúa en el plano de las cualidades de la persona: para ser corrupto hay que dejar de ser un sujeto de comportamiento honrado. Por eso, desde la óptica de los valores que se nos han transmitido, es mucho más satisfactorio para la propia conciencia negarse a las proposiciones corruptoras que aceptarlas.

¿Qué es entonces lo que ha cambiado para que la gran mayoría de nosotros opine que está bastante extendida la corrupción? Es difícil hablar de una sola causa, pero creo que entre ellas figura el consumo desaforado al que estamos entregados. Uno de los pilares fundamentales de la sociedad moderna (llamada no por casualidad sociedad de consumo) es incitar a la adquisición compulsiva de todo tipo de bienes materiales, muchos de los cuales son perfectamente prescindibles. Pero como para consumir se necesita dinero, hay que conseguirlo como sea, aunque haya que vender un bien tan preciado como la honradez. Lo malo es que entonces se duplican los corruptos: hay una doble falta de integridad, que va ligada de manera indisoluble, ya que si hay un sujeto corrompido es porque ha habido previamente un corruptor.

De la emotividad a la racionalidad

lunes, 10 octubre, 2011
La voz de Galicia

Hasta no hace mucho tiempo, la sociedad española solía reaccionar racionalmente ante los distintos problemas que se le planteaban. Enfrentados a una dificultad, los ciudadanos, ante las alternativas que nos ofrecían nuestros políticos, empleábamos principalmente la facultad de discurrir, de argumentar, para adoptar la postura más conveniente para hacer frente al dilema suscitado.

Un ejemplo aclarará lo que quiero decir. Ante las incógnitas que se abrían tras la muerte de Franco, los dirigentes políticos, para transitar de la dictadura a la democracia, propusieron, y la sociedad española aceptó, pasar ordenadamente de un sistema al otro de acuerdo con una legislación prevista al efecto. Simultáneamente, ante la grave situación económica de entonces, se celebraron los Pactos de la Moncloa, que permitieron llevar a cabo las reformas estructurales y los ajustes necesarios para sanear nuestra economía. El éxito de ambas operaciones fue rotundo.

Tal vez porque veníamos de un tiempo que no era aceptable para todos, o porque temíamos la incertidumbre de lo que había de venir, lo cierto es que dejamos de lado la enquistada visceralidad del pasado y nos dejamos guiar por lo que nos aconsejaba la razón.

Desde entonces hasta hoy, las cosas han cambiado sensiblemente. Despejada la incógnita de la transición, y con la inercia de la brillante solución que le dimos a tan difícil problemática, iniciamos una etapa en la que ha ido creciendo paulatinamente la emotividad.

Ante el estupor de los ciudadanos, y en claro beneficio de sus propios intereses de partido, la clase política ha ido excitando y revolviendo nuestros más íntimos sentimientos, hasta el punto de que la racionalidad de aquellos tiempos está empezando a dar paso a un exceso de emotividad. Es lo que hace bien poco se llamaba «crispación». Agitados por los partidos, que contendían profundamente irritados de acuerdo con sus propios intereses, los ciudadanos tuvimos que emplear notables dosis de paciencia y de tranquilidad para no dejarnos contagiar por su interesada exasperación. Pero la resistencia ciudadana parece que no fue suficiente y hoy nos estamos dejando llevar más por la emotividad que por la racionalidad.

Entramos en un período electoral en el que nuevamente se van a excitar intensamente nuestras emociones. No creo que se pueda evitar. Pero los problemas a los que tenemos que hacer frente son tan graves que aconsejan que abandonemos ese estado de ánimo que nos impulsa a reaccionar visceralmente y que volvamos a la pasada racionalidad. Por eso, al día siguiente de conocerse el resultado electoral, nuestros políticos, si quieren estar a la altura de los tiempos, tienen que caminar juntos de nuevo hacia la concordia uniendo sus esfuerzos para sacarnos del atolladero en el que estamos. El pueblo español no los va a defraudar.

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