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La vida y los recuerdos

lunes, 2 abril, 2012
ABC

Si consideramos la vida como una carrera en la que el nacimiento es la salida y la muerte la meta, es evidente que se evoluciona mucho más deprisa en los primeros tramos del trayecto que en los últimos. Hay una parte de nuestra existencia, que se inicia en los primeros años y llega más o menos hasta la treintena, en la que tenemos tanto por delante y es tan poco nuestro pasado que solo contemplamos el futuro. Pero los hechos en esta etapa vital acaecen tan vertiginosamente que nos van quedando en el recuerdo fogonazos instantáneos que son desplazados inmediatamente por otros que vienen sucesivamente, como si fueran olas que arriban cadenciosa pero imparablemente a la orilla. Son tiempos de miradas voraces e insaciables, de llenarse de vivencias, de abrir los sentidos de par en par hasta que den todo de sí para que la circunstancia en la que vivimos impresione nuestra alma y se vayan depositando en nuestro yo las experiencias que van conformando nuestra vida.

Pero llega inexorablemente otro tiempo en el que empezamos a tener pasado y, aunque es verdad que vivimos el presente y esperamos con ansia el futuro, aquel cada vez nos pesa más. Nuestra mirada se serena, deja de ser prospectiva, de largo alcance y proyectada hacia el futuro, y se hace más introspectiva. No buscamos las respuestas tanto en lo que nos queda por aprender cuanto en lo que tenemos en la mochila de la vida, para afrontar así con lo que ya sabemos los nuevos retos que nos plantea el hecho de vivir.

Cuando se inicia el tramo final de la vida, que no se acabará un segundo antes de que corresponda, el camino recorrido hasta entonces se ha ido haciendo acompasadamente con nuestros seres queridos, con los lugares por los que hemos transitado y con las vivencias habidas con ambos. Los que llegan a este punto han vivido lo suficiente para saber que la mayoría de las cosas se consiguen antes no por correr más deprisa, sino por avanzar más sabiamente. Por eso, no se trata de acelerar el ritmo, sino de acomodarlo al movimiento conjuntado del cuerpo longevo con el alma experimentada.

Tiene razón el novelista inglés Samuel Butler cuando dice: «Memoria y olvido son como la vida y la muerte. Vivir es recordar y recordar es vivir. Morir es olvidar y olvidar es morir». Por eso, una vida ha sido tanto más intensa cuanto más llena está la memoria de recuerdos. Los olvidos no forman parte de nosotros, y si somos en buena medida lo que recordamos, lo que ya ha abandonado nuestra memoria ha dejado de ser parte de nuestra vida y, en consecuencia, no puede volver a pasar por nuestro corazón, que eso es, en definitiva, como decía Ortega y Gasset, recordar.

En los recuerdos están muy presentes los lugares en los que hemos pasado muchos momentos de nuestra vida. Si traemos a la memoria las más lejanas remembranzas, comprobaremos que en la mayoría de los casos hay una estancia, unas paredes, un inmueble, un paisaje en el que sucedió el acontecimiento que rescatamos del pasado. Pero el enlace entre el recuerdo y el lugar no tiene para todos la misma intensidad. En esto, los seres humanos reaccionamos de muy distinta manera.

Hay quienes toman el entorno físico como un simple punto de referencia material que completa el marco de la evocación. Para estos es tan intenso en sí mismo el suceso rememorado que los ingredientes de lugar y espacio son tan solo datos accesorios e irrelevantes, perfectamente sustituibles por otros. A tales personas, las cosas no les traen recuerdos, sino que son solamente partes accidentales de los mismos. Su relación con todo aquello que no sea el lado sentimental de la vivencia es de distanciamiento, por lo cual pueden regresar sin ningún problema a los lugares en los que se desarrolló el acontecimiento memorizado. Y que conste que esta manera de afrontar los recuerdos no revela, en modo alguno, frialdad. Más bien lo contrario: al centrarse en lo sustancial de lo vivido y dejar de lado lo puramente material, elevan la espiritualidad de sus sentimientos a la máxima intensidad.

Pero hay otras personas para las que las escenas impregnan tanto sus recuerdos que no pueden separar unas de otros. En estos sujetos, la evocación mezcla indisolublemente acontecimiento y lugar, de tal suerte que cada hecho se rememora enmarcado en su concreta localización. Se recuerda, por ejemplo, el primer beso a la persona amada, pero tanto la sensación espiritual producida como el día, hora y lugar en que sucedió. Por eso, las propias cosas son evocadoras de recuerdos y forman parte de ellos como el escenario en la obra teatral.

En este grupo de personas, la reacción ante las cosas portadoras de recuerdos no siempre es la misma. Las hay que, lejos de rehuir, buscan afanosamente el encuentro con los objetos que formaban parte de los sucesos que recuperan de la memoria. De tal suerte que la cosa misma, la estancia, el mueble, una foto, un cuadro, son los hilos para acceder al ovillo en el que descansan enredados los recuerdos. El sujeto que se entrega al sosegado placer de recordar ve en cada cosa un punto de anclaje que le permite bajar la cometa en la que flamea cada una de sus vivencias.

Los hay también que convierten los recuerdos, incluso los buenos, en añoranza. Rememoran porque hacer presente en la memoria lo acaecido es una parte del vivir. Pero rehúsan acercarse a los objetos evocadores de vivencias porque su simple visión desata la intensa melancolía de echar en falta. No es que no se entreguen a recordar, es que lo hacen cuando quieren y no cuando se ven forzados por un objeto-gancho que les obliga a ello y desata en su interior un incontrolable ataque de tristeza.

De todos los recuerdos que pueden acompañarnos hasta el final de la vida el más reconfortante, el que nos hace sentir más vivos, es sin duda el del amor, sobre todo cuando perdura más allá de circunstancias en las que se rompe la unión entre el cuerpo y el alma, como ocurre con ciertas enfermedades mentales y con la muerte. En el primer caso, aunque el enfermo ya no sea «mentalmente» lo que fue, no por eso se deja de quererlo. Y otro tanto sucede con el amor a nuestros muertos: los seguimos queriendo en el recuerdo. Ni los unos ni los otros han dejado de ser «nuestros seres queridos» a pesar de que ya no les quede nada de lo que han sido. La indescifrable esencia del amor se demuestra, pues, en lo difícil que es aprehender la realidad querida: el estado mentalmente saludable del ser amado o el hecho de seguir vivo no son un elemento decisivo del amor, porque puede seguir habiéndolo —y mucho— aunque lo que se quiera en tal caso sea más bien lo ya pasado. Si Butler decía que vivir es recordar, y recordar vivir, me permito añadir que amar es la mejor manera de vivir y recordar.

Jose Manuel Otero

 

La Vida como préstamo

sábado, 14 enero, 2012
ABC- La Tercera
 

Si hay algún acto involuntario del ser humano que le afecta absolutamente es el hecho de existir. Desde una perspectiva puramente racional, parece que todos nosotros deberíamos tener algo que decir ante un acontecimiento de tanta trascendencia. Y, sin embargo, las cosas son de tal modo que ni siquiera es posible preguntarnos si queremos venir al mundo. Somos concebidos por otros y, por ese acto de ellos, recibimos la vida. Pero no nos la dan para quedárnosla eternamente, sino para devolverla en el momento de la muerte.

Nacer supone, por eso, una especie de préstamo en el que cada uno de nosotros es el principal obligado, pero sin tener la más mínima intervención: se nos da la vida sin haberla pedido, y nos obligan a entregarla en otro momento inicialmente incierto, que también se escapa, aunque no enteramente, al ámbito de nuestra voluntad. Y digo que no del todo, porque si nada podemos hacer para llegar a existir, algo está, en cambio, en nuestras manos para dejar de hacerlo. Porque, en lo de morir, siempre cabe la posibilidad de anticipar, si queremos, la devolución de la vida que nos han prestado.

Otra llamativa singularidad de este tipo de préstamo es que quienes nos dan la existencia, nuestros progenitores, no son a aquellos a los que tenemos que devolvérsela. Nacemos gracias a ellos, pero cuando morimos no es a ellos a los que restituimos la vida. Y es que aunque se suele saber con bastante certeza quiénes nos hacen existir, se ignora, al menos racionalmente, a quién nos entregamos cuando expiramos el último aliento. La vida supone, por tanto, tener prestado algo que no pedimos, la existencia; que es nuestra desde que la recibimos; y que habremos de rembolsar, en su día, a alguien distinto de aquél que nos la dio.

Pero si nos ha sido prestada ¿qué vida tenemos que devolver? ¿Bastará con reintegrar simplemente el capital prestado o es necesario devolverlo con intereses? Me planteo estas preguntas más allá de cualquier óptica religiosa, porque aunque en ésta se pueden encontrar respuestas, no son las que estoy buscando. Lo que me interesa aquí es la perspectiva puramente humana, y responderme solamente con ayuda de la razón sobre qué vida hemos de vivir para poder sentirnos satisfechos –al menos humanamente- al devolverla.

Vivir significa tener y mantener la vida. La existencia se sitúa, por tanto, entre dos puntos: el inicial, que es el instante en que se comienza a tener la vida, y el final, que es el momento hasta el que se mantiene y se entrega. Entre ambos hay una trayectoria más o menos duradera. Estas tres referencias temporales juegan un importante papel en las respuestas a las cuestiones que he dejado planteadas.

En el instante mismo en que se “tiene” la vida se produce, por así decirlo, la entrega del capital prestado. Se nos da la vida y tiene lugar un misterioso y determinante reparto de facultades intelectuales, de características físicas del cuerpo, y de entorno económico, que sitúa a cada ser humano en una posición indiscutiblemente desigual a la de todos los demás. Todos recibimos capital, pero no en la misma cuantía. Por eso, si bien es cierto que todos comenzamos teniendo lo mismo: la existencia, también lo es que no todos comenzamos a existir con los mismos medios. Cada uno tiene que recorrer su trayectoria iniciando el camino de su vida con los medios desiguales de los que ha sido dotado en el azaroso momento de su concepción. En esto vuelve a haber una singularidad: en la determinación del capital que nos prestan tampoco hemos tenido nada que ver, ni nadie ha podido preguntarnos cuánto queríamos que se nos hubiese entregado.

 Pero vivir supone también “mantener” la vida; es decir, conservarla, darle vigor y permanencia. Lo cual, situados en la perspectiva temporal, alude a un período de incierta duración. Es el tiempo que media entre la entrega y la devolución de lo prestado, elemento esencial del contrato de préstamo. Este lapso es el intervalo que tenemos para ir haciendo la vida que hemos de devolver, la cual se compone, por tanto, del yo inicialmente recibido y de todo lo que pueda ir completándolo antes del vencimiento del préstamo.

Pero si no tenemos la más mínima intervención en la fijación del capital prestado ¿podemos sentirnos obligados a devolverlo con intereses? La respuesta depende del sentido que le demos a la vida. Habrá quien piense que es suficiente con vivir sin mayores exigencias sobre todo si considera que ha sido injustamente tratado en el reparto inicial. Esta postura es humanamente comprensible porque racionalmente cuesta mucho admitir que se tengan que soportar algunas existencias que vienen marcadas muy negativamente desde su inicio, cuando había tantas posibilidades de recibir una vida bastante más compensada.

Hay, sin embargo, otra manera de enfocar las cosas. Y es partir de que cada uno de nosotros es una parte, aunque sea insignificante, de la Humanidad: engrosamos el elevadísimo número de las personas que han existido sobre la Tierra desde la aparición del hombre. Por eso, aunque seamos una arena más del inmenso desierto que es la Humanidad, tenemos que aprovecharnos de todo lo que hicieron nuestros antecesores y contribuir a apuntalar el escalón de progreso que le toca a nuestra generación. Dicho más directamente: el compromiso que tenemos con la Humanidad exige que desarrollemos y perfeccionemos nuestras facultades intelectuales y los valores culturales y éticos de nuestra época con el fin de construir nuestro mejor yo posible. Pero nada de ello será posible si la sociedad democrática y plural en la que vivimos no pone a disposición de los ciudadanos un sistema educativo universal, libre y gratuito que permita alcanzar aquellas finalidades. La vida que tenemos que devolver será humanamente satisfactoria si nos sentimos obligados ante la Humanidad a aprovechar intensamente lo que “nos dan” en el momento de nacer y compensamos lo que “no nos dieron” con ayuda de un programa educativo que permita llenar nuestro yo de la mejor forma posible. Racionalmente hablando, la vida como préstamo tiene sentido si se entiende que tenemos que devolverla a la Humanidad y que no cumplimos con ésta entregando cualquier vida, sino la mejor que podamos construir con todos los medios que la propia sociedad pone a nuestro alcance.

Jose Manuel Otero Lastres

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