Vida moderna y residencias geriátricas

La Voz de Galicia
Viernes, 19 de marzo de 2010

Aunque no tengo ningún título que me lo autorice, permítanme que escriba estas líneas desde la perspectiva de mi generación. Como no tienen por qué saber de cuál se trata, pertenezco al conjunto de los vivientes coetáneos que nacimos después de los años cuarenta del siglo pasado. Y como voy a generalizar y, por tanto, a incurrir en numerosas inexactitudes, pido disculpas por anticipado a todos aquellos que no se sientan reflejados en lo que digo seguidamente.

Convendrán conmigo en que las viviendas de nuestros padres eran, por lo general, bastante más espaciosas que las actuales. Entre otras razones, porque las familias estaban formadas por un número mayor de miembros, y porque todavía no había comenzado la codiciosa especulación de nuestros tiempos. Por eso, no era infrecuente que los abuelos, o alguno de ellos, viviesen sus últimos años en casa de sus hijos, rodeados de éstos y de sus nietos.

El aumento del nivel de vida habido en los últimos treinta años desembocó, sorprendentemente, en una considerable reducción de las viviendas. Sin haber disminuido los kilómetros cuadrados (505.000) de extensión que tiene España, los pisos medios se redujeron de tamaño hasta tal extremo que casi hay que racionar el aire que le toca respirar a cada uno de los que habitan en ellos. La consecuencia de esta implacable disminución de nuestras moradas es la disgregación de los antiguos núcleos familiares en unidades más pequeñas, que viven actualmente en las minúsculas celdillas que les ofrece el progreso.

Le menor cabida de la vivienda coincide en el tiempo con una venturosa ampliación de la longevidad de los más mayores de la familia. Lo cual supone que hoy haya familias –y no son pocas- que están integradas por bisabuelos, abuelos, padres, hijos, nietos y bisnietos. Pues bien, el hombre moderno, al fenómeno del aumento generacional familiar, responde –se dice cínicamente que en aras a la asignación más eficiente de nuestros escasos recursos- reduciendo los módulos habitacionales. De tal suerte que, en nuestros días, los de más edad viven, mientras pueden, solos, y, cuando ya no pueden, con alguno de sus hijos.

Pero, en los tiempos hacia los que vamos, a los de mi generación nos tocará vivir nuestros últimos años en residencias geriátricas, que no se llamarán así, sino con un eufemismo más tranquilizador. La suerte de nuestros hijos es que nuestra generación, que yo llamo de pana por el buen resultado que ha dado y aún está dando, les facilitará hasta tal punto las cosas, que incluso les evitará el amargo trago de dejarnos en ellas: iremos sin aspavientos por nuestro propio pie. Y tal vez convencidos por el argumento del genial García Márquez, de que el que marca el paso del pelotón es el que camina más despacio. Les diremos: no os preocupéis, nosotros vamos más despacio, sabemos que nos queréis, pero la consumista y vertiginosa vida moderna os exige otro ritmo. Y así, mi generación abrirá camino una vez más, ya que nuestros nietos considerarán natural hacer con sus padres lo que estos hicieron con nosotros.

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