Un regalo en la orilla

Del libro “Las nubes pueden ser gemelas”. 2006. Ensenada de Ézaro  Ediciones. Nortideas Comunicación.

Todos los días, incluidas las fiestas de guardar, salía de su casa antes de que la luz del día acabara de limpiar la negrura de la noche. Era el primer cliente de “O Piote”, un bar alargado y estrecho que estaba frente a la playa. A veces, llegaba antes que el encargado de abrirlo. Pero no le importaba esperarlo, ya que, de no ser por él, tendría que irse a pescar en ayunas. A esas horas, su cuerpo aún no le admitía sólidos, por lo cual después de beber un café solo, cargado y con gotas, se ponía la ropa de abrigo y se hacía a la mar.

En sus años mozos, con apenas quince años, había tenido que emigrar a Venezuela. Comenzó a trabajar de aprendiz en una lavandería de otro gallego, natural de Cée, que había hecho fortuna en aquel país, no tanto por su austeridad como por su extraordinaria capacidad de trabajo. Pero pronto comprendió que lo suyo no era estar rodeado todo el día de máquinas para  lavar y secar la ropa sucia de otros. Cumplidos los dieciséis, entró de ayudante en la Peluquería y Barbería “Falcón”, que era la mejor de Caracas, y poco a poco fue ascendiendo en el escalafón, hasta convertirse en peluquero y barbero de 1ª.

Desde siempre, había tenido una gran afición por el canto. De niño, además de ayudar a misa como monaguillo, formaba parte del coro de aquel pequeño pueblo de pescadores. Don Moisés, que así se llamaba el Párroco, le había enseñado a leer el pentagrama y había llegado a adquirir unas ligeras nociones de música. Había dado sus primeros pasos en música religiosa, con letras en latín, que musitaba por aproximación, aunque en el repertorio del coro figuraban también algunas canciones en castellano y unas pocas, todas muy tristes, en gallego.

Nunca abandonó la afición por el canto. En Caracas, no tuvo tiempo para integrarse en un coro, ni siquiera llegó a saber si los había, aunque imaginaba que sí. Durante su permanencia en la lavandería, dejó prácticamente de lado su inclinación por la música. El ruido metálico, traqueteante y ensordecedor de las lavadoras, sobre todo cuando centrifugaban, no era el mejor de los ambientes para pensar en la música. En la barbería, las cosas habían sido diferentes. El dueño, que se llamaba Rogelio, era un gran aficionado a los boleros. Muchas veces, durante la faena, y casi siempre cuando le pedían un afeitado, amenizaba la sesión arrancándose con alguno de sus boleros preferidos, “Piensa en mi”, “El Reloj”, “Solamente una vez”… . En no pocas ocasiones, él lo acompañaba, ya fuese haciendo la segunda voz, ya golpeando rítmicamente con sus dedos o con los utensilios del oficio sobre el brazo de cualquiera de los sillones de la barbería.

Pero de lo que más orgulloso estaba, era de haber conocido al Maestro José Enrique Sarabia Rodríguez, el autor de “Ansiedad”. Era cliente de la barbería y normalmente lo atendía Rogelio. Pero un día, en ausencia de éste, tuvo el privilegio de arreglarlo. Mientras lo afeitaba, “Chelique” Sarabia le contó que había escrito esa  canción de amor para una novia que no le había correspondido. Desde entonces, “Ansiedad” era su bolero preferido y cada vez que lo escuchaba o lo cantaba, no podía sino recordar los ojos de melancolía con los que el Maestro venezolano le había contado aquella historia de amor sin respuesta.

Después de hacer algunos ahorros, había vuelto a su pueblo. Tras la muerte de su único hermano, había heredado la casa de sus padres y su capital le había alcanzado para comprarse una casa de una sola planta. Era modesta, apenas cuatro paredes y un tejado de fibrocemento, con una habitación bastante grande y un baño, pero con una maravillosa vista hacia el mar, en la cual instaló su peluquería. Era la única que había en el pueblo, por lo que acabaron por pasar por ella, con mayor o menor frecuencia, casi todos sus vecinos. Como era un hombre afable y educado, se llevaba bien con todos, pero sólo a algunos, los más allegados, les había cantado alguna vez “Ansiedad”, mientras los arreglaba. No es que hubiera perdido la afición al canto, sino que el clima de su tierra no invitaba mucho a cantar y menos aún las desgarradas historias de amor de los boleros.

Desde que había regresado, iba casi todos los días a pescar, antes del amanecer. Compatibilizaba esta afición con su trabajo en la barbería. Y así habría seguido muchos años, de no ser porque le habían expropiado el local, junto con los de otros, para hacer un paseo marítimo. La pesca pasó a ser, desde entonces, su mayor ocupación, si descontamos las muchas horas que dedicaba a la lectura y a ver la televisión. Durante las dos o tres horas que pasaba casi a diario sobre su barca, no se cansaba de contemplar el mar. Alguna vez llegó a comentar en el bar de la playa, que el mar y los boleros tenían una cosa en común: la poesía. Porque el mar tenía un movimiento y una cadencia como la de los mejores versos y los boleros no eran sino abrazar con sonidos armoniosos los más tristes y sentidos poemas.

Un tarde, mientras se ponía el sol, sintió un impulso que hasta entonces nunca había tenido. Tomó un lápiz y una hoja de papel. Se sentó sobre una roca cercana a la playa y, mirando hacia el mar, como si estuviera hechizado por el vapor de las olas, escribió sin parar:

“Tres quintas partes de creación

en líquido azul, de muchos usos.

Para navegar, para ir y volver,

Para unir y separar.

Suelo de cielos despejados,

de nubes algodonosas,

espejo de noches estrelladas.

Superficie y obra viva

de un mundo profundo e ignorado,

que cambia sus atesoradas riquezas

por vidas de marineros náufragos,

que da vida, pero causa estragos.

Inspiración permanente de poetas,

surcado una y mil veces por la afilada quilla

de los espíritus más sensibles.

Movimiento incontenible de ondulantes oleadas

hasta batir las rocas,

retroceso en espumas blancas salpicadas.

Puntillas de fino encaje, final ineludible

del mar picado”.

Debajo de estas palabras, puso el nombre del pueblo y la fecha, pero no su firma. Dobló, cuidadosamente, la hoja y la introdujo en la cajita metálica de los puritos que fumaba. Y después de posarla con mucha suavidad sobre el agua, le dio un ligero empujón con sus dedos apuntando hacia la orilla.

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