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El hombre de clausura

domingo, 5 diciembre, 2004
Del libro “Las nubes pueden ser gemelas”. 2006. Ensenada de Ézaro  Ediciones. Nortideas Comunicación.

Pasadas las nueve de la mañana, sonó el timbre exterior justamente cuando acababa de sentarse en el cuarto de estar con la bandeja del desayuno. Abrió la puerta, y vio un mensajero con un  paquete en la mano que preguntó si estaba en casa alguien que se llamaba como él. <<Soy yo>>, respondió, al tiempo que alargaba la mano para coger el paquete. <<Me firma aquí, por favor>>, dijo el motorista. Después de cerrar la puerta, volvió hacia la estancia escudriñando el envío y, sobre todo, los datos del remitente.

Dejó el paquete sobre la mesa, y desayunó lentamente mientras leía los titulares del diario local. Aquella mañana, sentía un ligero dolor de cabeza que habría atribuido al exceso de vino de la noche anterior de no haber sido porque ese día comenzaba la primavera. A pesar de que no esperaba ningún paquete, no sintió la natural curiosidad de quien recibe un envío sorpresivo. Había reconocido el nombre de la remitente, y recordó que en una cena, durante el último fin de semana, le había prometido enviarle un libro.

En el transcurso de aquella cena, creyó que el libro y la historia que había contado sobre él eran fruto de su fantasía. Y sin embargo, ahora lo tenía entre sus manos. Era una edición de 1796, bien encuadernada, con unas pastas duras de color rojo desvaído, con recuadros labrados en oro y un arabesco grabado en el centro con surcos tintados de dorado, negro, blanco y gris. Entre las hojas del libro sobresalía una carta escrita a mano que decía: “Hola José. Aquí te mando el libro del que te hablé.¡Que lo disfrutes! Un beso, Marian”.

El autor era Julius Masseda y se titulaba “El prodigio del torreón”. Marian les había contado que en él se relataba la historia de la visita de Julius a un convento de clausura, durante la cual había golpeado sin querer el saliente de una pared, abriéndose al momento un hueco del que partía un pasadizo que conducía hasta un torreón. Pero lo realmente sorprendente no había sido la súbita apertura de la entrada, sino los efectos que le había producido su permanencia en aquella torre del convento. Marian afirmó que en la obra se aseguraba que quien siguiera los pasos en ella detallados, podía beneficiarse de los mismos efectos que Julius Masseda. Aunque había escuchado la historia con atención, José le negó toda verosimilitud, ofreciéndose incluso a experimentar personalmente la aventura.

Creyó que todo aquello había quedado en una de las muchas conversaciones irrelevantes que se mantienen durante una cena entre amigos. Sin embargo, el envío del libro significaba que Marian había tomado en serio su ofrecimiento. Así que si no quería ser calificado de fanfarrón, no tenía más remedio que aceptar el envite. Habían quedado durante la cena en que lo primero que tenía que hacer era leer detenidamente el libro. Y después concertar con Marian y los otros comensales la fecha en que iba a visitar el convento. Tras agradecerle el envío del libro, convino con ella que destinaría el fin de semana a leerlo y que la visita al convento sería durante la semana santa.

El viernes, después de dormir la siesta, tomó el libro, notando al instante que  tenía un tacto húmedo y que desprendía un cierto olor a rancio. Sus páginas amarillentas se despegaban con dificultad, estaban surcadas por ondas y algunas de ellas tenían pequeñas chorreras como si se hubiesen mojado. El libro comenzaba advirtiendo que la historia que relataba podía parecer inverosímil, pero su autor aseguraba con rotundidad que todo era cierto y que si alguien repetía la experiencia, no era descartable que pudiera llegar a sucederle lo mismo. A pesar de las advertencias, José emprendió su lectura con una fuerte dosis de escepticismo. No sólo porque esa era, por lo general, su postura ante la vida, sino también porque su excesivo realismo le hacía aborrecer todo lo que sonara a ciencia ficción. Pero a medida que avanzaba en su lectura, aumentaba su fascinación por el relato, hasta tal punto que lo acabó de un tirón, bien entrada la mañana del sábado.

El convento estaba en Santiago de Compostela y el horario de visitas era de diez a dos y de cinco a siete. La mañana del Jueves Santo se presentó a las diez menos cuarto, haciendo el quinto en la hilera de los visitantes. A la hora en punto, comenzó la visita guiada. A medida que se adentraba en el convento, José iba reconociendo palmo a palmo cada uno de los lugares por los que pasaba. Sobre las diez y veinticinco llegó, por fin, al punto en que debía aparecer el saliente que hacía de resorte para entrar en el torreón. Y allí estaba. Haciéndose el distraído se fue rezagando hasta quedar de último y dando un golpe de cadera vio estupefacto que se abría el hueco que tan precisamente había descrito Julius. Impulsado por la curiosidad, pero bastante atemorizado, penetró en el pasadizo, cerrándose inmediatamente el hueco de la pared. Extrajo la linterna de su mochila y vio el pasadizo que, según el relato de Julius, había de conducirlo hasta el torreón. Tras andar unos veinte metros, aparecieron las escaleras de caracol que ascendían hasta la única pieza que había en aquella torre. Todo estaba tal cual lo había descrito Julius. Así que lo único que quedaba por hacer era repetir todo lo que éste había hecho.

José estaba muy tenso, porque se encontraba encerrado en un torreón, teniendo que fiarse de que volviera a tener lugar la experiencia sufrida por un sujeto a finales del siglo XVIII. Le tranquilizó pensar que Marian había leído el libro y que ella y los demás comensales sabían que estaba allí. Así que confiaba que, en el peor de los casos, acudirían al cabo de tres días a buscarlo. Se sentó en la tierra húmeda e inspeccionó con el punto de luz de la linterna las paredes del torreón. Allí estaba la mirilla a la que debía asomarse todos los amaneceres y los atardeceres de cada uno de los tres días que tenía que permanecer en el torreón.

Al asomarse la primera vez vio algo asombroso. Como si retrocediera en el tiempo varios siglos, divisó un grupo de monjes silenciosos que trabajaban el campo con sus azadas, mientras otros manipulaban morteros y recipientes en torno a un gran alambique del que salía un líquido de color verdoso. De pronto, la visión desaparecía, avistando en su lugar un gran patio vacío enmarcado por soportales. Y así, las seis veces de los tres días, con la diferencia de que en cada una de ellas los monjes cambiaban de oficio.

De acuerdo con lo escrito en el libro, José tenía que haber recibido ya los efectos narrados por Julius. A la mañana del cuarto día, bajó las escaleras del torreón y sin saber cómo se encontró de repente en el pasillo, detrás de un nuevo grupo de visitantes que recorrían el convento. Siguió con ellos hasta la salida. No podía dejar de pensar que había logrado traspasar los muros del torreón sin salir por ningún hueco. Su razón se negaba a admitir que se hubiera convertido en un espíritu, pero allí estaba de carne y hueso, después de atravesar unos muros de piedra.

Pero lo más sorprendente sucedió cuando se encontró con Marian y los demás. Se había convertido en un “hombre de clausura”: podía verlos sin ser visto.

Faltayún, el pelícano

domingo, 14 noviembre, 2004
Del libro “Las nubes pueden ser gemelas”. 2006. Ensenada de Ézaro  Ediciones. Nortideas Comunicación.

Aquel día, el amanecer no era como los de costumbre. Lejos de comparecer, como cada mañana, el resplandeciente azul del cielo, la luz venía envuelta en densas masas de vapor teñidas de gris oscuro, sin que acabaran de disiparse por completo las tinieblas de la noche. La brusca bajada del barómetro confirmaba la noticia profusamente anunciada de la próxima llegada de “Jeanne”, un temible huracán que, en el mejor de los pronósticos, sólo rozaría un extremo del archipiélago.

Había muy pocas ocupaciones en aquel prodigioso paraje natural, y casi ninguna para una niña de nueve años. Se levantaba antes del amanecer para hacer el desayuno a su padre, uno de los pocos isleños que aún vivían de la pesca. Así que, hecho el café y fritas las arepas, no tenía otra cosa que hacer, hasta la hora de la cena, que pasar el resto del día con su muñeca “Valerie” y “Faltayún”, un pelícano que había nacido sin un ala.

Belén había venido al mundo un día de navidad en la posada marinera que tenían sus padres frente a la bahía de Gran Roque. Por eso, el primer aire que respiró olía a mar, y la primera luz que vieron sus ojos hubo de ser el limpio azul del cielo que cubría casi siempre el patio abierto de su casa. Era hija de un marinero gallego que se había quedado a vivir en el archipiélago de Los Roques y de una aborigen fallecida, tras dar a luz, por las complicaciones del parto.

“Valerie” era una pequeña muñeca de plástico que había sido de una turista francesa de su edad, con la que se había cruzado numerosas miradas tímidas y silenciosas, mientras observaba como la bañaba en la orilla del mar. Debió dejar traslucir su deseo con tanta intensidad, que la pequeña francesa dejó abandonada la muñeca, con callada complicidad, en un pequeño hueco cavado en la arena de la playa. Desde entonces, en “Valerie” se encarnaba aquella fugaz amiga de unas horas, a la que recordaba saludándola con la mano desde la ventanilla de la avioneta cuando abandonaba la isla.

Aunque tenía el defecto del ala, “Faltayún” era un pelícano fuerte y hermoso. Como no podía volar, su forma de procurarse la comida  era diferente a la de los otros. No podía ascender los metros necesarios para divisar el brillo de la presa y caer después en picado, clavándose en el agua hasta atraparla. Pero había aprendido a bucear y, además de bajar hasta rozar el fondo, resistía mucho tiempo sin salir a respirar. Así que, para comer, merodeaba por la zona en que pescaban los demás, sumergiéndose hasta que lograba capturar algún pez aturdido por un picotazo poco certero de otro pelícano. Con tenacidad y paciencia, pero sin la vistosidad de sus congéneres, acaba por atrapar comida suficiente para llenar la bolsa membranosa de su pico.

La mayoría de los habitantes del archipiélago vivía de las visitas de los grupos reducidos de turistas que llegaban a diario desde que aquellas islas paradisíacas habían sido declaradas Parque Natural. Toda la vida de las islas giraba en torno a los visitantes. Las posadas, debidamente adecentadas, se habían convertido en casas de hospedaje. Los antiguos pescadores eran ahora patrones de embarcaciones dedicadas a viajes de placer por el archipiélago. Las mujeres preparaban las vituallas para las excursiones marítimas o hacían la limpieza de las posadas. Y los jóvenes se ofrecían como guías o hacían de instructores de buceo en los inimitables fondos de coral de aquel punto del Mar Caribe.

Para Belén la vida era distinta. Pasaba las primeras horas del día en el embarcadero, viendo el amanecer en compañía de “Valerie” y “Faltayún”. Se sentaba en el borde de la punta, orientada al este, y miraba fijamente al horizonte, tratando de captar el instante en que la salida del sol comenzaba a arquear la línea divisoria entre el cielo y el mar. Pero  nunca lo conseguía. El fulgor del astro y el potente reflejo de su luz en los azules del mar le obligaban a cerrar los ojos, y cuando podía abrirlos, ya asomaba sobre el horizonte un apreciable segmento de la incandescente esfera solar. Pero no le importaba, porque, como solía decirles a “Valerie” y “Faltayún”, “todavía podemos borrar la luna”. Y así era. Se quedaba absorta  contemplando las tonalidades del amanecer, y admiraba cómo los bordes claros y anaranjados del sol iban disipando la oscuridad azulada del cielo hasta que aparecía el celeste limpio y claro de la luz del día. Pero no podía dejar de mirar la luna. Porque había un momento en el que de repente desaparecía. Y era entonces cuando les decía: “¿habéis visto cómo la hemos borrado del cielo?”

Tenía el pelo ensortijado, moreno y brillante, como el de su padre, pero más fuerte y abundante. Sus ojos eran grandes como los su madre, pero marrones y muy limpios. En lo demás, sus rasgos eran como los de los isleños, la nariz pequeña y chata, los labios carnosos pero no muy gruesos, los dientes perfectamente alineados y muy blancos, y la piel tersa y broceada. Era una de las pocas niñas que quedaban en Los Roques.

Aquella mañana al despertar, no vio a su padre en la casa. El viento comenzaba a silbar cada vez con más fuerza. Preocupada, cogió a “Valerie” y salió hacia el embarcadero para ver si estaba en la barca. La arena de la playa comenzaba a remolinarse, ascendiendo en espirales, algunas bastante más altas que ella. Al ver que la barca estaba sola y fondeada, se dirigió a la punta del embarcadero y miró deseando encontrar a alguien que pudiera indicarle donde estaba. De pronto, vio a lo lejos una gran columna de lluvia y viento que se acercaba a toda velocidad, y echó a correr hacia el restaurante “El Canto de la Ballena”, situado frente al embarcadero en la única posada construida en piedra que había en Gran Roque. En el trance, se le cayó “Valerie”. Por un momento pensó en volver a rescatarla, pero su instinto de conservación hizo que no se detuviera ni un instante. Lo único que pudo ver fue que el viento racheado arrastraba a “Valerie” hacia el agua. Al entrar en el restaurante, vio a su padre sentado en un rincón jugando a las cartas. Acurrucada junto a él, pasó las ocho horas interminables que tardó en pasar el huracán.

Al atardecer se hizo la calma, pero la puesta de sol fue menos limpia que otras veces. El cielo parecía una inmensa hoguera en brasas: el sol tintaba de rojo y anaranjado las nubes grises que ascendían en estratos desde el mismo horizonte. Entonces volvió a pensar en “Valerie” y cayó en la cuenta de que nunca más volvería a verla. Caminó lentamente hacia el embarcadero y miró sin esperanza a la playa para ver si la veía sobre la arena. Pero su vista se clavó en los destrozos del huracán, la arena blanca cubría los arbustos de la orilla, había barcas estrelladas contra los muros de las posadas y hasta trozos de los tejados de los merenderos en las copas de los árboles.

Pasaron los días y el archipiélago se fue recuperando poco a poco. Todos volvieron a la rutina de sus vidas, menos Belén y “Faltayún” que sentían inconsolables la falta de “Valerie”. Hasta que una mañana, cuando los demás pelícanos hacían sus inigualables picados, “Faltayún” emergió con un objeto en el pico. Era “Valerie”. Belén la tomó en sus brazos y se quedó meciéndola suavemente durante varias horas.

La mirada

lunes, 18 octubre, 2004
Del libro “Las nubes pueden ser gemelas”. 2006. Ensenada de Ézaro  Ediciones. Nortideas Comunicación.

Después de quince años de ausencia, regresaba a pasar las vacaciones de verano al lugar en el que tenía sus raíces. El ansia por volver a recorrer los caminos y veredas de aquella costa salvaje hizo que pasara la primera noche con un sueño fatigoso y lleno de interrupciones. Se levantó antes de que alumbrara la luz del día, se puso de pantalón corto, polo blanco y zapatos de tenis, y salió a dar su medicinal paseo de cada día. Su notable gordura, la adicción al tabaco, el abuso del alcohol y el exceso de trabajo, habían coadyuvado al infarto que había padecido durante el invierno. Así que, además de adelgazar y de borrarse de esos vicios, tenía que hacer diariamente ejercicio moderado, y había elegido caminar.

En su primera mañana, decidió dar un paseo hasta el Seijo Blanco, una saliente de rocas que, junto con Punta Herminia, cierra la ría de La Coruña, y desde el que se divisan las entradas de las rías de Ferrol, Ares y Betanzos. En sus estancias de años anteriores, solía llegar hasta la punta del saliente, se sentaba unos minutos, y respiraba profunda y pausadamente, para empaparse del aire húmedo que desprendía el mar al batir contra las rocas. Pero ahora lo necesitaba más que nunca, no sólo para aliviar la angustia con la que vivía tras el infarto, sino también para limpiar la maleza que estaba ahogando sus buenos sentimientos desde que se había metido de lleno en la estúpida carrera de acaparar.

Aunque debía caminar por terreno llano, tomó el camino del faro, que tenía ligeras subidas y bajadas. Antes de pasar las últimas casas del pueblo, giró a la derecha, y a pesar de que no creía en los malos presagios, reparó en dos cuervos que, posados sobre el tendido eléctrico, se picoteaban graznando con las alas extendidas. A medida que avanzaba hacia el Seijo Blanco, advirtió que se habían construido algunas casas a ambos lados del camino, que daban a la ruta un aspecto menos salvaje que hacía quince años. Tras recorrer aproximadamente un kilómetro, la carretera dejó de estar asfaltada, comenzando un camino de tierra, en el que había dos postes con sendas señales de tráfico sobre fondo azul que advertían que estaba cortado.

Cuando estaba a pocos metros de las señales, vislumbró los ojos de un animal que brillaban en la incipiente claridad del amanecer y venían lentamente hacia él. Cuando estaban muy próximos, pudo ver que eran de un perro callejero, un “mil leches” con predominio de perro de aguas. El animal pasó de largo con las orejas agachadas, el rabo entre las piernas y la mirada desconfiada. Carlos siguió andando, pero al poco tiempo notó que el perro estaba a sus espaldas y que olisqueaba sus tenis. Al observarlo, advirtió que tenía una cuerda rota alrededor del cuello, que se prolongaba unos treinta centímetros, y que dejaba entrever que era lo que quedaba de su correa. Reparó, asimismo, en que a lo largo del cuello tenía unas ulceraciones con pequeños restos de sangre coagulada, que le indujeron a pensar que había tirado de la cuerda hasta romperla.

Cuando lo había rebasado algo más de dos metros, el perro volvió la cara hacia él y comenzó a caminar nerviosamente serpenteando y moviendo la cola. Trotaba ligeramente unos metros y volvía hacia él hasta ponerse a su lado, como si tratara de indicarle que lo siguiera. Carlos continuó paseando al mismo ritmo, e intentó tranquilizar al perro, dándole  suaves palmadas sobre el lomo y haciéndole entender que iba en su misma dirección.

Pasada la última casa, había siete postes metálicos abatibles, pintados a rayas blancas y rojas, que cerraban el camino, y en cuya margen derecha se alzaba un cartel que decía: “COSTA DE DEXO Y SERANTES. MONUMENTO NATURAL. Acceso prohibido a vehículos excepto tractores y emergencias. Para acceder contactar con la policía local 981610001”. A partir de allí, el camino era más estrecho y avanzaba sinuosamente entre matorrales de tojo, hasta llegar a una construcción en ruinas, que había sido edificada aprovechando la ladera de un montículo situado en la orilla izquierda del camino. Las ruinas habían sido probablemente las dependencias de una antigua batería de costa y se componían de cuatro estancias. Las dos primeras habitaciones eran cuadradas, con el techo plano y las otras dos abovedadas. Excepto la última estancia, que estaba completamente abierta, las otras tres tenían  puertas y ventanas abiertas en la fachada. El suelo de todas ellas estaba cubierto por escombros de ladrillos y azulejos, y en las paredes había leyendas que en su mayor parte eran de enamorados.

El perro se detuvo frente a la puerta de la primera habitación y volvió los ojos hacia Carlos, moviendo todo su cuerpo como si estuviera sumamente inquieto. Carlos lentificó el paso, y comenzó a latirle fuertemente el corazón, al tiempo que recorría su cuerpo una sensación de desasosiego. Presentía que se iba a encontrar con algo grave, pues la actitud del perro era mucho más reveladora de quien busca ayuda ante un suceso desgraciado, que de quien invita a acudir a un evento gozoso.

Al asomarse a la puerta, descubrió dos cuerpos parcialmente cubiertos por sendos sacos de dormir. Se acercó a ellos lentamente haciendo crujir los trozos de azulejo que cubrían el suelo, sin que  hicieran el más mínimo movimiento. Debajo del saco que estaba en el rincón de la entrada, vio la cabeza de una joven morena, de unos veinte años, con el pelo rizado. Tenía los ojos marrones entreabiertos, los labios resecos y manchados de ceniza y la nariz pequeña y redondeada. En el otro rincón del mismo lado, estaba un joven, que aparentaba la misma edad, con unos ojos grandes y verdes tapados hasta la mitad por los párpados entornados. La nariz era aguileña, los labios muy finos y tenía una barba rala e incipiente.

A pesar de su absoluta inmovilidad, Carlos trató de asegurarse de si aún respiraban. Se inclinó sobre cada uno de ellos, los miró fijamente durante algunos minutos, y cayó en la cuenta de que estaban muertos. Al lado de cada saco, había una jeringuilla usada. Con las lágrimas en los ojos, echó un vistazo a la estancia. Apoyada en una esquina, vio una guitarra de madera con una correa trenzada de cuero y no muy lejos de allí los pies metálicos de un coche de bebés sobre el que había una gran caja de cartón en la que debían estar todas sus pertenencias. En la pared junto a la que estaban acostados, había un dibujo de un corazón cruzado por una flecha, hecho con la tiza blanca de un trozo de azulejo, y a cada lado del corazón, escrito con trazos titubeantes, se leía DANIEL y ERIKA, y la fecha del día anterior, 26 de julio de 2002.

Rechazó de plano cualquier pensamiento que le hiciera valorar porqué se podía despilfarrar una vida de aquella manera. Salió de la habitación y se dirigió a la punta del Seijo. Se detuvo unos instantes, miró hacia el horizonte, y comenzó el camino de regreso. El perro estaba tumbado en la puerta de la estancia. Su mirada era ahora tranquila y confiada, dando a entender que estaba seguro de que Carlos avisaría de la emergencia.

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