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Reiniciar

lunes, 27 junio, 2011
La Voz de Galicia
Lunes 27 de Junio de 2011

Esa noche cuando se durmió alrededor de las dos de la madrugada supo de verdad lo que era un día nefasto. A lo largo de sus veintiséis años había oído alguna vez la expresión levantarse con el pie izquierdo, pero hasta ese día no había comprobado las funestas consecuencias de bajarse de la cama pisando con esa extremidad.

Era un sábado de enero y a las nueve de la mañana se celebraban las pruebas de selección de médicos internos residentes que llevaba preparando desde hacía tres años. La tensión del examen hizo que se despertara más de una vez durante la noche. La última hora que había visto eran las tres y cuarto. Pero había seguido durmiendo porque tenía puesta la alarma del despertador a las siete y media. Cuando volvió a abrir los ojos el reloj marcaba las cinco. Como se sentía muy descansado decidió comprobar la hora en el de pulsera: las nueve menos veinticinco.

Saltó de la cama angustiado, se vistió a toda prisa, sin desayunar bajó corriendo al garaje, subió al coche, intentó ponerlo en marcha varias veces, pero no arrancó. Salió rápidamente para coger el autobús, pero poco antes de llegar a la parada vio cómo se alejaba. No podía esperar al siguiente y echó a correr. De nada le sirvió: llegó tarde y no lo dejaron entrar.

Aunque había pedido permiso en la cafetería en la que trabajaba temporalmente para hacer el examen, se encaminó hacia allí cabizbajo y sin saber muy bien lo que hacía. Al verlo, el dueño se sorprendió, pero aprovechó para comunicarle que tenía que despedirlo porque la brusca caída de ingresos de los últimos meses no le permitía mantener su puesto de trabajo. Desconcertado y sin saber qué hacer se dirigió a su apartamento. Pero no pudo entrar porque con las prisas se había olvidado las llaves dentro. Tuvo que llamar a un cerrajero para que le cambiara el bombín de la cerradura. Cuando por fin franqueó la puerta vio que había dejado abierto un grifo y que tenía inundado el cuarto de baño.

Al acabar de achicar el agua, se tumbó en la cama desesperado. Hasta esa mañana tenía la vida más o menos controlada, pero desde entonces todo le había salido mal. Intentó conciliar el sueño, pero seguía desvelado. Sin saber muy bien la razón, pensó en su ordenador. Y le vino a la mente la palabra reiniciar. Cuando surgía algún problema en su computadora portátil lo primero que hacía era reiniciarla, que no era reanudar o reemprender su funcionamiento, sino volver a arrancar sin apagarlo el sistema operativo.

Fue así como cayó en la cuenta de que eso mismo era lo que tenía que hacer con su vida. Cerró los ojos, respiró profundamente, y puso mentalmente entre paréntesis todo lo que le había sucedido: seguía sabiendo lo mismo que antes del examen, habría una nueva convocatoria para la que se prepararía mejor, buscaría entre tanto un nuevo trabajo temporal y lo de la cerradura y la inundación ya estaba arreglado. Acaba de reiniciar su vida, volviendo a arrancar su sistema vital operativo y siguió funcionando como antes.

Recuerdos en audiovisual

lunes, 13 junio, 2011
La Voz de Galicia
Lunes 13 de junio de 2011

Se habían enamorado en plena juventud y desde que se casaron vivieron juntos hasta que él, una fría mañana de invierno, sin regresar del sueño, dejó de existir. A lo largo de su duradera vida en común habían conversado de casi todo, sin perderse ni una sola vez el respeto. Y cuando arribaron a la etapa del amor sereno pasaban las horas haciéndose compañía sin necesidad de hablarse de continuo. Por eso, nunca habían sido unos vecinos ruidosos.

Al principio, vivieron en un piso antiguo, amplio, de gruesas paredes y techos altos. Pero fueron menguando sus ingresos y al sobrarles tanto espacio decidieron trasladarse a uno de reciente construcción en la parte nueva de la ciudad. Allí lo que más les sorprendió fue el murmullo de voces que recorrían los estrechos tabiques del edificio, cosa que les permitía escuchar, aunque no con toda nitidez, las conversaciones de otros moradores.

Desde la muerte de su marido, la morada había quedado sumida en un silencio continuo que solo se alteraba a las horas de la comida y de la cena con el sonido de la televisión. El resto del tiempo se dedicaba a recordarlo, unas veces con los ojos cerrados moviéndose lenta y acompasadamente en su mecedora; y otras, repasando en su sillón los álbumes de fotos que conservaba de su larga convivencia.

Pero poco a poco ni la memoria de la vida pasada junto a él, ni la visión de aquellas imágenes reales pero inmóviles, petrificadas en papel fotográfico, paliaban su ausencia, e iba creciendo en ella sin cesar una asfixiante sensación de soledad. Echaba de menos su voz, poder hablarle, aunque solo fuera para decirle lo mucho que notaba su falta. El monólogo rutinario de su silencio fue llenando de hastío la atmósfera de su hogar. Para purificarla necesitaba volver a hablar con él fuera del pensamiento, pero no sabía cómo hacerlo.

Un día, mientras cosía, miró hacia un anaquel de la librería y vio perfectamente ordenadas las cintas de vídeo familiares. Gracias a las nuevas tecnologías habían podido cambiar el soporte de sus viejas películas de super-8 a casetes, a las que se fueron agregando las grabaciones de otros momentos de sus vidas. Como tenía todo el tiempo del mundo decidió visionar nuevamente aquellas cintas. Y volvió a verlo, en su época de joven y en la última de persona mayor. Las proyectó tantas veces que llegó a aprenderse de memoria las intervenciones de su marido. Y sin darse cuenta empezó a conversar con él dándole la réplica.

Fue así como las voces de ambos volvieron a mezclarse con las de sus vecinos, recorriendo de arriba abajo y de un lado a otro las delgadas paredes de la modernidad especuladora. Hubo quien se interesó por el misterio de volver a oírlos, y hasta quien no pudo resistirse a preguntarle si vivía con algún hermano de su marido. Ella se limitó a responder que recordaba en audiovisual. Algunos siguieron sin entenderlo y pensaron en desvaríos de la edad. Pero ella se sentía mucho mejor y, desde luego, más acompañada.

El cucurucho de castañas

domingo, 16 enero, 2005
Del libro «Las nubes pueden ser gemelas». 2006. Ensenada de Ézaro  Ediciones. Nortideas Comunicación.

Estaban sentados en un banco del parque al atardecer de un día frío y soleado de otoño. Entre ambos habían extendido un paño de cocina de cuadrados azules y blancos, y habían dispuesto sobre él una lata de mejillones, dos botes de cerveza, una barra de pan y un cucurucho de castañas asadas.

-¿Qué te ha pasado en la ceja que la tienes un poco hinchada?- preguntó Maruxa.

-Nada… nada- respondió Milucho ruborizado, bajando la mirada hacia el suelo.

Milucho tenía un aspecto tan singular que atraía indefectiblemente las miradas de todos los que pasaban junto a él, con excepción, claro está, de las de los que fueran excesivamente ensimismados. Y no era solamente porque le faltaba la pierna derecha desde la mitad del muslo, ni porque dejaba junto a él, bien visibles y haciendo un aspa, una pierna ortopédica de madera y una muleta, ni tampoco porque llevaba un cartel colgado al cuello que decía “Tengo 47 años y soy huérfano de padre y madre. Dadme algo para comer”. Lo que realmente llamaba la atención era su rostro. Tenía la cara tan estrecha que sólo un prodigio de la genética había podido incluir, en la reducidísima distancia que había entre sus orejas, los ojos, la nariz y la boca con los dientes. Sus conocidos le llamaban “Milucho Magallanes”, no se sabe si por su aspecto de “conquistador” o por lo “estrecho” que era su rostro. Vestía con andrajos, y ninguno de ellos estaba completo. Si a la bota le faltaba la lengüeta, los codos de su jersey jaspeado de cuello vuelto estaban agujereados. Y no es que no tuviera la posibilidad de  mejorar su indumentaria, es que ese era el uniforme de trabajo.

-Te arrearon…¿eh?- dijo Maruxa con una sonrisa maliciosa.

Ella aparentaba unos cuarenta años. Tenía la nariz aguileña, los ojos marrones, grandes y vivos, la tez muy pálida, y el pelo oscuro y ondulado. Solía pintarse los labios de un rojo muy intenso, y como sus dientes estaban amarillentos porque veían muy poca pasta dentífrica (¡hasta ésta se le daba mal!), había quienes le llamaban “Maruxa de España” y quienes la piropeaba maliciosamente diciéndole: “eres una mujer de bandera”. Se cubría la cabeza con un gorro de lana, calcetado con punto grueso, y sobre la ropa llevaba una gabardina con el cuello y los puños raídos, a la que ya no le quedaba ni un solo botón.

-Toma- dijo Milucho, tendiéndole su mano con un cucurucho de papel de periódico.

Maruxa introdujo su mano enfundada en un guante con las puntas cortadas a la altura de las falanginas y extrajo una castaña asada.

-¡Qué calentita!- comentó con entusiasmo, masticando la castaña con la boca abierta para dejar salir las bocanadas de aliento caliente y no quemarse la lengua.

Hasta principios de aquel verano, el coche de la organización  dejaba a Milucho todas las mañanas delante de una afamada pastelería,  con sus herramientas de trabajo: la prótesis, la muleta, el cartel y un paño de seda negro que extendía sobre la acera para las limosnas. Era de los que más recaudaban y el porcentaje que recibía de la organización le habría bastado para vivir holgadamente de no ser porque lo gastaba en el juego y en sus amoríos con Maruxa.

– Fue esta mañana… Llegaron dos hombres del clan de Ilía el Rumano, y me echaron de la acera de la pastelería. Al principio, intenté resistirme, pero eran dos y, además, enteros. Así que, tras un forcejeo en el que sólo recibí yo, no tuve más remedio que cederles la plaza- dijo Milucho apesadumbrado.

– Así, sin más, sin darte explicaciones…- fue diciendo Maruxa  pausadamente.

– Bueno, la verdad es que el pasado sábado me llevaron al campamento de Ilía. En el centro de las chabolas, estaba reunido el Consejo, formado por siete individuos de mediana edad que estaban sentados en sillas de plástico verde. Me dijeron que habían llegado a un acuerdo con la organización para hacerse con sus puestos de mendigar a cambio de una renta mensual. Me ofrecieron trabajar con ellos, pero las condiciones eran muy duras. Tenía que cambiar de puesto constantemente. “Movilidad laboral”, le llamaban ellos. Empezar a trabajar a las seis de la mañana, vendiendo un periódico en las estaciones del metro, y a partir de las diez, ponerme junto a un semáforo para pedir limosna con un bote de hojalata, andando de arriba abajo con la muleta y retorciéndome exageradamente para parecer más tullido de lo que soy.

– ¡Y no aceptaste, claro!

– Les dije que a las seis de la mañana tengo todavía coagulada la sangre y que no puedo moverme hasta bien pasadas las diez. Pero  lógicamente no lo creyeron. Me dijeron que con el alcohol que bebía a diario era imposible lo de la coagulación y que, además, no aceptaban trabajadores con horario reducido.

– ¡Así que rompisteis las negociaciones!.

– Si. Al salir de allí, fui a ver a los de la organización para que me dieran alguna solución. Me dijeron que el empuje del clan de los rumanos era tan fuerte que no habían podido resistir su presión. Les habían amenazado con que sus pobres estaban dispuestos a todo y que eran tantos que, si no aceptaban lo que les proponían, iba a estallar una verdadera lucha por copar los lugares de trabajo. Así que no les quedó más remedio que aceptar la propuesta a cambio de un retiro digno. Les pregunté si podían darme, al menos durante algún tiempo, un mínima parte de la renta que recibían de los rumanos. Pero me dijeron que tenían muchos gastos y que había que atender a otros que estaban peor que yo. Me sonó a disculpas y me fui decido a seguir en mi puesto de trabajo pasara lo que pasara.

-¡Te está bien! Ya te dije que las mafias de inmigrantes ilegales acabarían con la organización, que lo mejor era buscarse uno mismo la vida, moviéndose por todas partes, en vez de ir siempre a un sitio fijo. Así, no le quitas la plaza a nadie y los lugares en los que no estén ellos, son tuyos.

– No existen lugares para nosotros. Jamás creí que el paro llegaría a los mendigos. Sólo nos quedan las casas de acogida y desconozco por cuanto tiempo.

Maruxa se levantó, sacudió la servilleta de cuadros blanquiazules, procurando que las migajas cayeran cerca de las palomas. Tiró las latas a la papelera y se fue caminando lentamente sin volver la cabeza hasta que Milucho la perdió de vista.

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