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La sociedad Diábolo

lunes, 12 noviembre, 2012
La voz de Galicia

Aunque actualmente no se ven muchos, una gran parte de ustedes recordarán el juguete del diábolo, que consiste en dos semiesferas huecas, normalmente de caucho, unidas por su parte convexa por un eje, el cual se coloca sobre una cuerda atada a dos palillos sostenidos uno en cada mano para hacerlo girar sobre sí mismo. Pues bien, me permito recurrir a este antiguo juguete para visualizar los devastadores efectos de la crisis económica que estamos padeciendo.

El crecimiento económico de España que tuvo lugar desde la mitad del siglo pasado hasta finales del 2007 produjo el efecto de que creciera sensiblemente la clase media. Desde una perspectiva geométrica, se pasó paulatinamente de una sociedad piramidal con una amplia base de ciudadanos con pocos recursos y un vértice con pocos afortunados, a una sociedad cada vez más cilíndrica, en el sentido de que se fue engrosando de manera considerable el espacio que había entre la planta y la cúspide.

Pues bien, nuestra pavorosa situación económica ha convertido a la cilíndrica sociedad española en una sociedad diábolo: el cilindro se ha estrangulado por el centro, haciendo que crecieran los dos extremos. El aumento de la pobreza es indiscutible y, aunque no lo parezca, la crisis suele hacer más ricos a los que ya lo son. De tal suerte que la menor parte de la riqueza se distribuye ahora entre la mayor parte de los ciudadanos y la mayor parte de la riqueza entre unos pocos. Y en el medio, en el eje del diábolo, han quedado un reducido número de sujetos que cuentan con medios suficientes para sortear los implacables efectos de la crisis.

Cuando una sociedad tiende a la figura cilíndrica, el Estado suele subvenir a la generalidad de las necesidades de sus ciudadanos. Como los sistemas impositivos se nutren de la clase media, cuanto mejor es su situación económica más recauda el Estado y, consiguientemente, más son los fondos de que dispone para atender a los ciudadanos. Las cosas cambian cuando la sociedad evoluciona hacia el diábolo. El eje, que es la parte más estrecha, apenas ofrece un nicho de recaudación suficiente; y la semiesfera de la pobreza mal puede contribuir si carece incluso de lo necesario para subsistir. Es verdad que aún queda la esfera de la riqueza, pero es una práctica universal que los de esta parte del diábolo contribuyen con mucho menos de lo que les corresponde.

Pues bien, es en estos momentos cuando aparecen unas instituciones privadas, las benéficas, nutridas gracias a la generosidad de los ciudadanos, que, por amor y solidaridad al ser humano, llegan hasta donde no alcanza el ineficiente aparato del Estado. Como persona que dispone del privilegio de poder publicar en letra impresa sus sentimientos, muestro mi más profunda gratitud a todas estas instituciones benéficas por todo lo que hacen por los más necesitados. Y con la misma firmeza, muestro mi más hondo rechazo a quienes -incomprensiblemente desde la posición política que dice defender a los más necesitados- tienen la desfachatez y el descaro de censurarlas por motivos puramente religiosos. La subsistencia del ser humano es una parte esencial de su dignidad y está por encima de cualquier ideología

 

La dura profesión de vivir

jueves, 1 noviembre, 2012
ABC- La Tercera

Profesión significa “empleo, facultad u oficio que una persona tiene y ejerce con derecho a retribución”. Y “oficio” quiere decir “ocupación habitual”. Por su parte, “vivir” es tener vida y durar con ella. Pues bien, a poco que se piense en qué consiste el hecho de vivir, más de uno llegará a la conclusión de que tiene mucho de profesión, ya que mantener la vida es nuestro empleo principal y si lo desempeñamos correctamente obtendremos la correspondiente retribución.

Es verdad que la vida no se elige, nos la imponen; y lo es también que vivir plenamente es una tarea ardua y dura, incluso para los más privilegiados, en la que se necesitan grandes dosis de valor. Pero no lo es menos que, desde que tomamos conciencia del hecho de vivir, iniciamos un camino, más o menos largo, en el que todas nuestras facultades están dirigidas a conservar la vida el mayor tiempo posible y en las mejores condiciones que podamos alcanzar. Aunque la vida es nuestra ocupación esencial, hacemos algo más que vivir. La gran mayoría de nosotros tenemos que desarrollar alguna actividad para poder obtener la manera de sustentarnos. Pero, por muy importantes que parezcan, el trabajo y nuestros demás quehaceres no son más que la sombra del hecho de vivir. Porque así como sin objeto que intercepte los rayos del sol no hay sombra, sin vida no hay ocupación esencial a la que dedicarse.

Ahora bien, aunque vivir es nuestro oficio principal, no está tan claro que todos recibamos la misma retribución por dedicarnos a ello. Depende mucho de cómo se desenvuelva nuestra existencia. Permítanme que lo explique con ayuda de la siguiente metáfora: imaginen que al nacer nos colgaran a cada uno de nosotros una bolsa para que se fuera llenando con todo lo que queramos meter en ella y con todo lo que nos introduzcan los demás. Pues bien, la retribución que llegaremos a obtener por ejercer el oficio de vivir dependerá de lo que haya en la bolsa; o, dicho de otro modo, de cómo vivamos nuestra propia vida, tanto la interior, como la externa.

En efecto, la retribución de la vida interior depende en gran medida de nosotros mismos: será tan rica como sea la acumulación que vayamos haciendo en nuestra alma de bienes espirituales y culturales. Las cosas son distintas en el ámbito externo. En esta dimensión, la vida es una especie de balance de dos columnas: en el debe se nos irán cargando los errores y fallos que hayamos tenido con los demás, y en el haber se irán anotando nuestros aciertos afectivos con ellos.

Durante los primeros años, nos van metiendo en nuestra bolsa mucho más de lo que nosotros introducimos en las de los otros. Y todo lo que nos dan en ese tiempo es bueno. Nuestros allegados van llenando nuestro pequeño morral con bienes materiales, como nuestras primeras pertenencias (el chupete, el sonajero, los juguetes, etc), pero, sobre todo, con los bienes espirituales más valiosos como el amor y la ternura. Nosotros, en cambio, en esa etapa, que es la de nuestro mayor egoísmo, les damos poco: apenas alguna sonrisa y la satisfacción que les produce cada una de las cosas que vamos aprendiendo (hablar, andar, etc.).

La edad adulta es el momento decisivo para configurar el contenido de nuestra bolsa. Porque, en general, se irá colmando no solo con lo que nosotros vayamos metiendo, sino también con todo lo que nos vayan introduciendo los terceros con los que nos relacionamos: nos corresponderán entregándonos más o menos lo mismo que han ido recibiendo de nosotros. Lo malo es que en el momento de máxima plenitud de nuestra vida solemos prestar poca atención a lo que damos, y en la vorágine de la dura profesión que es vivir tampoco somos muy conscientes de lo que vamos recibiendo.

Al llegar a la madurez toca hacer balance, hay que abrir la bolsa para ver lo que hay en ella, y es entonces cuando comienzan las sorpresas. Hay quienes sólo encuentran odio, porque eso fue lo que hicieron sentir a los demás. Y aunque el odio no se ve, lo notan, porque sale de su saco un aire fétido y corrompido que es irrespirable y acaba por asfixiarlos. Los hay que solo han metido bienes materiales, porque eso fue lo que más les preocupó a lo largo de su vida. A éstos, las cosas que han acumulado les valen de poco, porque, como son inánimes, no hacen compañía, no se puede hablar con ellas, y no pueden contagiar lo que no tienen: vida, que es lo que más se necesita en ese momento. No recibirán, pues, más satisfacción que el bienestar material que puedan proporcionarle.

En cambio, los que durante su vida han ido haciendo el bien a los demás, comprobarán al abrir su bolsa que está llena de afecto. Y aunque éste tampoco se ve, se nota de inmediato porque del amor y cariño emana un efluvio tan puro y saludable que invita a respirarlo a bocanadas. Por eso, el que tiene su bolsa rebosante de afectos, que son –correspondidos- los que él dio a los demás, nunca se ahogará. Vivirá el tiempo que le quede envuelto en una atmósfera oxigenada y radiante plena de sentimientos que lo convencerán de que su modo de actuar en la vida mereció la pena, como lo demuestran el buen recuerdo que dejó en los demás y el cariño que le profesan. Los que tengan la fortuna de tener su bolsa repleta de afectos podrán decir que desempeñaron acertadamente el oficio de vivir y que recibieron por ello la más preciada de las retribuciones: el aprecio de los demás.

 

 

La vida y los recuerdos

lunes, 2 abril, 2012
ABC

Si consideramos la vida como una carrera en la que el nacimiento es la salida y la muerte la meta, es evidente que se evoluciona mucho más deprisa en los primeros tramos del trayecto que en los últimos. Hay una parte de nuestra existencia, que se inicia en los primeros años y llega más o menos hasta la treintena, en la que tenemos tanto por delante y es tan poco nuestro pasado que solo contemplamos el futuro. Pero los hechos en esta etapa vital acaecen tan vertiginosamente que nos van quedando en el recuerdo fogonazos instantáneos que son desplazados inmediatamente por otros que vienen sucesivamente, como si fueran olas que arriban cadenciosa pero imparablemente a la orilla. Son tiempos de miradas voraces e insaciables, de llenarse de vivencias, de abrir los sentidos de par en par hasta que den todo de sí para que la circunstancia en la que vivimos impresione nuestra alma y se vayan depositando en nuestro yo las experiencias que van conformando nuestra vida.

Pero llega inexorablemente otro tiempo en el que empezamos a tener pasado y, aunque es verdad que vivimos el presente y esperamos con ansia el futuro, aquel cada vez nos pesa más. Nuestra mirada se serena, deja de ser prospectiva, de largo alcance y proyectada hacia el futuro, y se hace más introspectiva. No buscamos las respuestas tanto en lo que nos queda por aprender cuanto en lo que tenemos en la mochila de la vida, para afrontar así con lo que ya sabemos los nuevos retos que nos plantea el hecho de vivir.

Cuando se inicia el tramo final de la vida, que no se acabará un segundo antes de que corresponda, el camino recorrido hasta entonces se ha ido haciendo acompasadamente con nuestros seres queridos, con los lugares por los que hemos transitado y con las vivencias habidas con ambos. Los que llegan a este punto han vivido lo suficiente para saber que la mayoría de las cosas se consiguen antes no por correr más deprisa, sino por avanzar más sabiamente. Por eso, no se trata de acelerar el ritmo, sino de acomodarlo al movimiento conjuntado del cuerpo longevo con el alma experimentada.

Tiene razón el novelista inglés Samuel Butler cuando dice: «Memoria y olvido son como la vida y la muerte. Vivir es recordar y recordar es vivir. Morir es olvidar y olvidar es morir». Por eso, una vida ha sido tanto más intensa cuanto más llena está la memoria de recuerdos. Los olvidos no forman parte de nosotros, y si somos en buena medida lo que recordamos, lo que ya ha abandonado nuestra memoria ha dejado de ser parte de nuestra vida y, en consecuencia, no puede volver a pasar por nuestro corazón, que eso es, en definitiva, como decía Ortega y Gasset, recordar.

En los recuerdos están muy presentes los lugares en los que hemos pasado muchos momentos de nuestra vida. Si traemos a la memoria las más lejanas remembranzas, comprobaremos que en la mayoría de los casos hay una estancia, unas paredes, un inmueble, un paisaje en el que sucedió el acontecimiento que rescatamos del pasado. Pero el enlace entre el recuerdo y el lugar no tiene para todos la misma intensidad. En esto, los seres humanos reaccionamos de muy distinta manera.

Hay quienes toman el entorno físico como un simple punto de referencia material que completa el marco de la evocación. Para estos es tan intenso en sí mismo el suceso rememorado que los ingredientes de lugar y espacio son tan solo datos accesorios e irrelevantes, perfectamente sustituibles por otros. A tales personas, las cosas no les traen recuerdos, sino que son solamente partes accidentales de los mismos. Su relación con todo aquello que no sea el lado sentimental de la vivencia es de distanciamiento, por lo cual pueden regresar sin ningún problema a los lugares en los que se desarrolló el acontecimiento memorizado. Y que conste que esta manera de afrontar los recuerdos no revela, en modo alguno, frialdad. Más bien lo contrario: al centrarse en lo sustancial de lo vivido y dejar de lado lo puramente material, elevan la espiritualidad de sus sentimientos a la máxima intensidad.

Pero hay otras personas para las que las escenas impregnan tanto sus recuerdos que no pueden separar unas de otros. En estos sujetos, la evocación mezcla indisolublemente acontecimiento y lugar, de tal suerte que cada hecho se rememora enmarcado en su concreta localización. Se recuerda, por ejemplo, el primer beso a la persona amada, pero tanto la sensación espiritual producida como el día, hora y lugar en que sucedió. Por eso, las propias cosas son evocadoras de recuerdos y forman parte de ellos como el escenario en la obra teatral.

En este grupo de personas, la reacción ante las cosas portadoras de recuerdos no siempre es la misma. Las hay que, lejos de rehuir, buscan afanosamente el encuentro con los objetos que formaban parte de los sucesos que recuperan de la memoria. De tal suerte que la cosa misma, la estancia, el mueble, una foto, un cuadro, son los hilos para acceder al ovillo en el que descansan enredados los recuerdos. El sujeto que se entrega al sosegado placer de recordar ve en cada cosa un punto de anclaje que le permite bajar la cometa en la que flamea cada una de sus vivencias.

Los hay también que convierten los recuerdos, incluso los buenos, en añoranza. Rememoran porque hacer presente en la memoria lo acaecido es una parte del vivir. Pero rehúsan acercarse a los objetos evocadores de vivencias porque su simple visión desata la intensa melancolía de echar en falta. No es que no se entreguen a recordar, es que lo hacen cuando quieren y no cuando se ven forzados por un objeto-gancho que les obliga a ello y desata en su interior un incontrolable ataque de tristeza.

De todos los recuerdos que pueden acompañarnos hasta el final de la vida el más reconfortante, el que nos hace sentir más vivos, es sin duda el del amor, sobre todo cuando perdura más allá de circunstancias en las que se rompe la unión entre el cuerpo y el alma, como ocurre con ciertas enfermedades mentales y con la muerte. En el primer caso, aunque el enfermo ya no sea «mentalmente» lo que fue, no por eso se deja de quererlo. Y otro tanto sucede con el amor a nuestros muertos: los seguimos queriendo en el recuerdo. Ni los unos ni los otros han dejado de ser «nuestros seres queridos» a pesar de que ya no les quede nada de lo que han sido. La indescifrable esencia del amor se demuestra, pues, en lo difícil que es aprehender la realidad querida: el estado mentalmente saludable del ser amado o el hecho de seguir vivo no son un elemento decisivo del amor, porque puede seguir habiéndolo —y mucho— aunque lo que se quiera en tal caso sea más bien lo ya pasado. Si Butler decía que vivir es recordar, y recordar vivir, me permito añadir que amar es la mejor manera de vivir y recordar.

Jose Manuel Otero

 

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