Posts Tagged ‘ensayo’

Recuerdos en audiovisual

lunes, 13 junio, 2011
La Voz de Galicia
Lunes 13 de junio de 2011

Se habían enamorado en plena juventud y desde que se casaron vivieron juntos hasta que él, una fría mañana de invierno, sin regresar del sueño, dejó de existir. A lo largo de su duradera vida en común habían conversado de casi todo, sin perderse ni una sola vez el respeto. Y cuando arribaron a la etapa del amor sereno pasaban las horas haciéndose compañía sin necesidad de hablarse de continuo. Por eso, nunca habían sido unos vecinos ruidosos.

Al principio, vivieron en un piso antiguo, amplio, de gruesas paredes y techos altos. Pero fueron menguando sus ingresos y al sobrarles tanto espacio decidieron trasladarse a uno de reciente construcción en la parte nueva de la ciudad. Allí lo que más les sorprendió fue el murmullo de voces que recorrían los estrechos tabiques del edificio, cosa que les permitía escuchar, aunque no con toda nitidez, las conversaciones de otros moradores.

Desde la muerte de su marido, la morada había quedado sumida en un silencio continuo que solo se alteraba a las horas de la comida y de la cena con el sonido de la televisión. El resto del tiempo se dedicaba a recordarlo, unas veces con los ojos cerrados moviéndose lenta y acompasadamente en su mecedora; y otras, repasando en su sillón los álbumes de fotos que conservaba de su larga convivencia.

Pero poco a poco ni la memoria de la vida pasada junto a él, ni la visión de aquellas imágenes reales pero inmóviles, petrificadas en papel fotográfico, paliaban su ausencia, e iba creciendo en ella sin cesar una asfixiante sensación de soledad. Echaba de menos su voz, poder hablarle, aunque solo fuera para decirle lo mucho que notaba su falta. El monólogo rutinario de su silencio fue llenando de hastío la atmósfera de su hogar. Para purificarla necesitaba volver a hablar con él fuera del pensamiento, pero no sabía cómo hacerlo.

Un día, mientras cosía, miró hacia un anaquel de la librería y vio perfectamente ordenadas las cintas de vídeo familiares. Gracias a las nuevas tecnologías habían podido cambiar el soporte de sus viejas películas de super-8 a casetes, a las que se fueron agregando las grabaciones de otros momentos de sus vidas. Como tenía todo el tiempo del mundo decidió visionar nuevamente aquellas cintas. Y volvió a verlo, en su época de joven y en la última de persona mayor. Las proyectó tantas veces que llegó a aprenderse de memoria las intervenciones de su marido. Y sin darse cuenta empezó a conversar con él dándole la réplica.

Fue así como las voces de ambos volvieron a mezclarse con las de sus vecinos, recorriendo de arriba abajo y de un lado a otro las delgadas paredes de la modernidad especuladora. Hubo quien se interesó por el misterio de volver a oírlos, y hasta quien no pudo resistirse a preguntarle si vivía con algún hermano de su marido. Ella se limitó a responder que recordaba en audiovisual. Algunos siguieron sin entenderlo y pensaron en desvaríos de la edad. Pero ella se sentía mucho mejor y, desde luego, más acompañada.

El ritmo de vida y el estorbo de la vejez

martes, 17 mayo, 2011
La Voz de Galicia
Lunes 16 de mayo de 2011

En su magistral novela El amor en los tiempos del cólera, García Márquez pone en boca del doctor Urbino Daza dos importantes reflexiones sobre el ritmo de la vida y el freno que representa la vejez. La primera es que «la humanidad, como los ejércitos en campaña, avanza a la velocidad del más lento», y la segunda, que «los viejos, entre viejos, son menos viejos». Ambas afirmaciones me parecen acertadas, pero suscitan algunas consideraciones.

El primer pensamiento confronta los dos ritmos a los que puede progresar la humanidad: el más rápido y el más lento, para extraer la conclusión -que también alcanza el doctor Urbino Daza- de que aquella podría avanzar a más velocidad sin el estorbo de los ancianos. Si consideramos la vida como una carrera en la que el nacimiento es la salida y la muerte la meta, es evidente que se evoluciona mucho más deprisa en los primeros tramos del trayecto que en los últimos. Pero también lo es que en nuestra época el trecho intermedio se vive a un ritmo vertiginoso sin que exista una justificación razonable. En la hedonista vida moderna, no paramos de correr, aunque la carrera sea más para conseguir cosas que formación espiritual. Y claro, al acelerar atolondradamente la cadencia vital, se nota mucho más la lentitud de los que van a menos paso. La cuestión en este punto no es, por tanto, el ritmo al que van los más lentos, sino si tiene mucho sentido que los de paso más rápido vayan tan de prisa para conseguir tres o cuatro cosas. Por eso, pienso que si viviéramos menos desbocadamente, la lenta sabiduría de la vejez tal vez parecería menos estorbo.

Estoy completamente de acuerdo con la frase de que los viejos, entre viejos, son menos viejos. A lo que me permito añadir que quizás por eso también son algo más felices. Pero bien entendido que no se trata de un apartamiento por edades para desgajar a los de más edad del grupo que marcha a mayor velocidad, sino de que aquellos pasen parte de su jornada diaria con personas de su misma generación. Se persigue que entre ellos se auxilien en sus soledades, en sus silencios, en sus miradas desgastadas por la vida y, si fuera el caso, que den oportunidad a alguna nueva ilusión, porque es el cuerpo el que se desgasta, no el alma.

Cuando se inicia el tramo final de la vida, que no se acabará un segundo antes de que corresponda, el camino recorrido hasta entonces se ha ido haciendo acompasadamente con los amigos conseguidos durante ella y con algún coetáneo. Los que llegan a este punto han vivido lo suficiente para saber que la mayoría de las cosas se consiguen antes no por correr más deprisa, sino por avanzar más sabiamente. Por eso, no se trata de acelerar el ritmo, sino de acomodarlo al movimiento conjuntado del cuerpo longevo con el alma experimentada. Es verdad que estando juntos unos con otros, los viejos lo serán menos, pero también lo es que sin sus descendientes, se sentirán mucho más tristes y solos. La cuestión está, por tanto, no solo en sentirse menos viejos, sino mejor acompañados. Y es que sin la alegría que da la compañía de los nuestros, el alma acaba desangrándose paulatinamente.

La Generosidad

lunes, 2 mayo, 2011
La Voz de Galicia
Domingo, 1 de mayo de 2011

Generosidad significa, entre otras cosas, «largueza, liberalidad, desprendimiento», entregarse uno mismo, o algo de lo nuestro, a los demás sin esperar recompensa. Para ser generoso, se requiere, ante todo, estar pendiente de las necesidades ajenas. Lo cual significa mirar para el prójimo antes que hacia nosotros mismos: dejar de atender desmedidamente a nuestro propio interés y pensar en el de otros.

Pero no es fácil ser altruista. Cuando advertimos la necesidad ajena, en nuestro interior se plantea de inmediato una fuerte batalla por si hay que subvenir o no al menesteroso. En ese momento, nuestro consustancial egoísmo nos ofrecerá mentalmente múltiples disculpas para no desprendernos de lo que necesita el prójimo. Y la instintiva mezquindad que todos llevamos dentro apoyará la conveniencia de no dar, argumentando que el necesitado es el único responsable de sus carencias. Solo quien resiste este embate del lado avariento de nuestro espíritu puede devenir desprendido. Porque aunque la generosidad es una virtud en cierto modo innata hay que forzarla constantemente: dar siempre cuesta, es ir contra el instinto animal de anteponernos a cualquier otro.

Aunque pudiera parecer lo contrario, la generosidad no es una consecuencia de la abundancia. Ni tampoco está en relación directa con lo que nos sobra. Hay gente que tiene de todo en exceso y no da nada, porque el único sentido de su vida es acaparar, atesorar riqueza. Son sujetos indisculpables que disfrutan con lo contrario de lo que parece más razonable que es ser dadivoso.

La verdadera generosidad consiste no tanto en desprenderse de lo que no necesitamos cuanto de lo que precisan los demás. No hace falta mucha atención para comprobar que muy cerca de nosotros hay quienes carecen de lo más básico, ya sea bienes de primera necesidad, ya de cariño y afecto, o, como sucede muchas veces, de ambas cosas a la vez. Para ser generoso no importa tener poco, porque muchas veces la generosidad y la solidaridad anidan mejor en la escasez que en la abundancia. Y es que si de aquéllos no estamos muy sobrados, no hay disculpa para privarlos de estos porque los sentimientos nunca se agotan.

Alguien dijo que «la avaricia es un continuo vivir en la pobreza por miedo a ser pobre». Frase que podría completarse añadiendo que «la generosidad es un continuo vivir en la riqueza espiritual por la satisfacción de ayudar a los que nos necesitan». Porque, aunque hay muchas razones y de todo tipo, principalmente las religiosas, para justificar la largueza basta con una simplemente humana: el que puede dar siempre está en mejor condición que quien necesita.

Estamos en plena declaración de la renta, y se puede ser generoso con solo marcar una casilla, que hace que una parte del impuesto, sin incrementarlo en absoluto, sea destinada a las instituciones que se dedican a ayudar a los necesitados. No cuesta nada y merece la pena: aunque parezca increíble es dar sin que lo notemos.

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