¿Procedían los aplausos?
El pasado 24 de febrero del presente año, el Pleno del Senado aprobó definitivamente la Ley del Aborto. En las imágenes que se ofrecieron por las televisiones de los momentos inmediatamente posteriores a la votación, se veía a una parte de los senadores aplaudiendo, y a dos mujeres, Leire Pajín y Bibiana Aido, que lo celebraban de manera entusiástica como si se tratara de un triunfo personal. Algunos días más tarde, el 17 de marzo, el Parlamento Andaluz aprobaba la llamada Ley de la Muerte Digna. Como sucediera con la Ley del Aborto, el resultado final de la votación a favor de la Ley se acogió con un fuerte aplauso aunque más generalizado.
La regulación legal de estos dos temas genera un encendido debate social, porque, en ambos casos, se determina la legalidad de interrumpir definitivamente el curso natural de una vida ajena (salvo en el caso del testamento vital en el que la decisión es sobre la propia vida del que lo hace). En la idea particular que se forma cada ciudadano sobre la licitud o no de tales interrupciones, precisamente porque ambas desembocan en el final de una vida, se mezclan creencias y opiniones de distinta naturaleza, que van desde concepciones religiosas hasta conocimientos científicos.
Mi opinión sobre ambas cuestiones es fruto de la conciencia y de la razón de las que me he ido valiendo a lo largo de mi vida. Pero me la guardo para mí, porque lo único que es verdaderamente nuestro es el pensamiento no expresado. Lo que creo que sí merece un comentario es la indicada reacción de aplaudir y de felicitación que tuvo lugar al final de las votaciones aprobatorias de las dos leyes citadas.
Si aplaudir es palmotear en señal de aprobación o entusiasmo, una interpretación de los reseñados aplausos es que se trató de la lógica reacción de aprobar el arduo trabajo de quienes vieron, por fin, superadas las dificultades que tuvo la compleja tramitación de las citadas leyes. Pero también cabe entender los aplausos como una muestra de entusiasmo, esto es, una expresión de exaltación y fogosidad del ánimo ante tan importantes conquistas sociales.
Pero sea cual fuere el sentido que le demos a los aplausos de sus señorías, no dejo de preguntarme si el significado último de ambas leyes, que es poner fin a una vida, no nos sitúa más en un ámbito de profunda tristeza que de rebosante alegría. Tanto los que están a favor, como los que están en contra, coinciden en que el aborto es un trance muy doloroso por el que no desea pasar ninguna mujer. Y lo mismo sucede cuando se considera que es indigna la agonía que sufre un ser querido: el momento en que se toma la decisión de poner fin a esa vida languideciente es también de indiscutible aflicción. Por todo ello, pienso que hay leyes que, por muy a favor que se pueda estar de ellas, su aprobación no debe ser recibida con un aplauso, sino con el respetuoso silencio que impone la tristeza.