No quieras ni aborrezcas para siempre

EOI: Comentarios al arte de la prudencia de Baltasar Gracián
 
«Cuenta con que los amigos de hoy pueden ser los enemigos de mañana, y de los peores. Al igual que cambian las circunstancias, cambia tu actitud. No les des armas contra ti a las amistades pasajeras y momentáneas, pues las aprovecharán para hacerte mayor daño. Con los amigos, secreta prevención. Con los enemigos, abierta actitud de reconciliación, sobre todo emplea para esto tu caballerosidad: es la que te asegura mejores resultados. No uses nunca la venganza, pues luego te atormenta la posibilidad de que la usen contra ti, y te puede pesar el contento por la maldad que hiciste» Baltasar Gracián

 En el título de este pasaje se alude a dos sentimientos de signo contrario, el amor y el odio, de los que predica una misma cualidad: su falta de perdurabilidad. El autor los equipara en el enunciado de su reflexión al efecto de señalar que ambos no son perennes. Lo cual invita a plantearse como primera cuestión la de si ambos son iguales en cuanto a su continuidad. O dicho más claramente: ¿es el amor un sentimiento tan duradero como el odio?

No es fácil responder a esa pregunta, porque mientras que hay varias clases de amor, el odio es de un sólo tipo. En efecto, amar es tener amor por alguien, pero el amor es un sentimiento que se asemeja a un árbol: tiene un tronco que se diversifica en diferentes ramas. En el sentimiento del amor entre humanos hay siempre aprecio, afecto, inclinación o entrega hacia otra persona. Pero a partir de aquí este sentimiento admite diversas variedades. Por ceñirnos sólo a las más habituales, hay amor entre personas por el hecho de pertenecer a una misma familia o porque existe amistad con una persona. Pero se ama también cuando se siente inclinación hacia una persona que nos atrae y que provoca el deseo de unirnos duraderamente con ella, como el amor de pareja. El odio en cambio parece un sentimiento unívoco, en el sentido de que su contenido es siempre el mismo: un sentimiento de aversión y antipatía hacia alguien cuyo mal se desea.

Por lo que antecede, tengo para mí no sólo que en el amor hay más tiempos que en el odio, sino que éste tiende a ser más perenne que aquél. Pero sobre esto volveré más adelante.

La última reflexión que suscita el título es que, aunque habla expresamente de “amar”, en el comentario se reconduce el sentido de esta palabra al sentimiento de “amistad”. Por eso, habría ganado en precisión si se hubiera titulado “Ni la amistad ni el odio son eternos”. Lo que sucede es que de haber sido ese el título, tal vez el autor habría abandonado su preconizada máxima de la brevedad: lo bueno, si breve, dos veces bueno.

En la primer parte del texto que comentamos, Gracián habla de la amistad, haciendo notar que los amigos no lo son para siempre y que, a veces, la pérdida de la amistad no desemboca en simple indiferencia, sino que torna al amigo en enemigo y de los más encarnizados. Seguidamente, explica que tal mudanza reside en el dato de que la vida está sujeta a cambios constantes, de tal suerte que, en ocasiones, una modificación inesperada de las circunstancias provoca en nosotros un cambio de actitud que, al tiempo que extingue el antiguo afecto que sentíamos por alguien, origina en él un sentimiento de enemistad y odio.

Pero el autor no se limita a dejar constancia de este hecho. Lo pone de relieve para dejarnos una enseñanza, aunque, en principio, parece reducirla a las amistades pasajeras y momentáneas. Nos dice que a estas amistades no les demos “armas”, sin aclarar a qué armas se refiere. Pero como añade seguidamente: “con los amigos, secreta prevención”, entiendo esta frase en el sentido de que lo que nos aconseja es que no hagamos confidencias que luego puedan volverse contra nosotros. Y es que la conversión de amistad en enemistad produce, entre otros efectos, que se rasgue el velo que tapaba la revelación secreta y deje paso a la infidencia.

En cuanto a la advertencia que late en el fondo del mensaje, comparto totalmente la opinión de Gracián: abrirse a los demás en lo sustancial de nuestro yo más íntimo es ponerse en sus manos. Hay veces en que la atmósfera placentera que rodea los momentos que pasamos con los amigos nos hace bajar la guardia y abrir los diques de la intimidad, por lo cual dejamos al descubierto alguna zona espiritual de las más reservadas. Es cierto que la gran mayoría de nosotros no suele tener secretos inconfesables. No es a ellos a lo que me refiero, sino a esos razonamientos ocultos que nos sirven para tomar nuestras decisiones. Si los revelamos, estamos dando a conocer el proceso mental que guía nuestras actuaciones y en cierto modo quedamos desarmados antes nuestros interlocutores. Si al amigo de hoy que se convierte en el enemigo del mañana, le hemos abierto nuestra intimidad de par en par, no solo podrá contar aquello que debía mantener oculto, sino también adelantarse a nuestros movimientos por conocer nuestra forma de actuar.

Lo que se acaba de decir lo refiero enteramente a las “amistades pasajeras y momentáneas”, de las que habla Gracián. Pero me asalta la duda de si debo ampliarlo incluso para las amistades de toda la vida. Es verdad que resulta sumamente improbable que los amigos íntimos, que suelen ser muy pocos, dejen de serlo. Y, por tanto, también es verdad que es muy escasa la probabilidad de que se conviertan en enemigos. Pero como hay algún caso de ruptura violenta de tal tipo de amistad, no está de más reservarse alguna zona espiritual de nuestro yo más íntimo para uno mismo.

El autor dedica los últimos incisos del texto comentado a aconsejarnos sobre el trato que ha de darse a los enemigos. Nos recomienda que tengamos frente a ellos una actitud de reconciliación. El consejo es tan bueno como difícil de seguir. Porque rota la relación de amistad, sobre todo la que fue muy íntima, el sentimiento de afecto en el mejor de los casos desaparece y en el más habitual se sustituye por odio. Y tanto en un caso como en el otro, resulta casi imposible volver a unir sentimientos que o no existen porque han desaparecido o son de mutua aversión.

En lo que se refiere a la caballerosidad, no tengo ninguna duda de que es la cualidad que mejores resultados puede asegurar en los eventuales conflictos con los enemigos, originarios o sobrevenidos. Y es que la gentileza, el desprendimiento, la cortesía, la nobleza de ánimo y demás cualidades semejantes, que son las que definen la caballerosidad, son las mejores condiciones que se pueden poner en marcha para restañar la hemorragia de afecto que supone la pérdida de la amistad.

Pero para que exista la reconciliación no basta con que lo desee y lo intente una sola de las partes. Al ser la amistad un sentimiento de doble dirección es preciso que los antiguos amigos que han devenido adversarios quieran reconciliarse. Y para ello es preciso que el deterioro del afecto no desemboque en la detestable enfermedad del resentimiento. Porque la única medicina que cura esta enfermedad es la generosidad. Y esta nobilísima pasión, como dice Marañón, nace con el alma: se puede fomentar o disminuir, pero no crear en quien no la tiene.

Finalmente, es de todo punto aceptable la recomendación de no usar nunca la venganza. La supuesta satisfacción que produce llena el alma de malos sentimientos que disminuyen nuestro grado de bondad y hace que nos pueda llegar a pesar la satisfacción que nos produjo el mal ocasionado. Pero en lo que estoy menos de acuerdo es que al vengativo ocasional le atormente que puedan usar la venganza contra él.

Jose Manuel Otero Lastres

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