Los libros y sus autores
El hombre lleva dejando por escrito su pensamiento prácticamente desde el inicio mismo de su existencia. Atesoramos tal cantidad de palabras escritas por el hombre, que si pudiéramos amontonarlas unas detrás de otras, ascenderían hasta perderse por el Universo. Una buena parte de esas palabras se contienen en los libros. Desconozco si se han contado todos los libros que existen en el mundo, pero siempre me intrigó qué número es mayor: el de libros o el de personas. Sea de esto lo que fuere, lo cierto es que la labor de los escritores es digna de alabanza, ya que mientras casi todos contribuyen a procrear, a escribir sólo se dedican unos pocos.
Pero, frente a los libros, no todos mostramos la misma actitud. Hay quienes apenas sienten el más mínimo interés por ellos y hay otros, en cambio, que los veneran. La mayoría de la gente se muestra, como en casi todo, bastante indiferente: para enterarse de lo que le interesa, prefiere escuchar y ver que tener que hacer el esfuerzo de leerlo. Y sin embargo, los libros son para ser leídos. Quienes los escriben, lo hacen porque tienen algo que decir o que contar. Han pasado su intelecto por los distintos sectores del saber o de la actualidad, o han adentrado su espíritu en el ámbito de su desbordante imaginación, para comunicarse con nosotros: para instruirnos, informarnos o entretenernos.
El solo hecho de escribir supone un esfuerzo que es propio de un espíritu sumamente generoso. Es posible que el impulso de escribir sea fruto de una necesidad del autor. Y es posible también que la decisión de publicar lo escrito no esté exenta de ciertas dosis de vanidad. Pero es innegable que quien escribe y publica, da en cada una de sus obras una parte de sí mismo, de su saber o de su mundo de ficción. Y la mayoría de las veces a cambio de nada o de muy poco.
En el momento de escribir, el autor tiene la esperanza de que su obra llegue a ser muy leída. Por eso la escribe. Pero aunque le asalte la duda de que pueda resultar un fracaso de lectores, no deja por ello de escribir. Pueden más sus deseos de dar una parte de sí mismo y de inmiscuirse en las mentes de otros, que el destino que haya de correr su obra: en el momento mismo de escribir acepta ya el porvenir del fruto de su talento. Por eso, la gran mayoría de los que escriben lo hacen sabiendo que su arte no les dará ni siquiera para malvivir. E incluso los pocos que llegan a poder vivir de sus obras, son por encima de todo autores: sienten más la necesidad de crear que la de obtener un rédito de su tarea. Porque saben que el hecho de alcanzar la profesión de escritor no es algo que dependa de ellos mismos, sino de nuestras decisiones de compra.
Al verdadero escritor lo que realmente le interesa es que se lean sus obras. Su esfuerzo, su generosidad, y el bien que, por lo general, éstas nos procuran, bien merece que las leamos. Porque, como ha escrito alguien, un libro que no se lee es como un teléfono que suena para darnos una buena noticia y no lo descolgamos. ¡Nos quedamos sin saber algo bueno que querían decirnos!