Los aplausos a los políticos

La Voz de Galicia
Domingo, 15 de febrero de 2009

Hay aplausos que se comprenden más que otros. Tal vez porque se consideran más merecidos. Hay personas que hacen en vivo  demostraciones que provocan en el público que las contempla una exaltación fervorosa de tal naturaleza que responde aplaudiendo enardecido. Esto es lo que pasa con  los cantantes, músicos, actores de teatro, o deportistas de elite –por poner algunos ejemplos- que desarrollan una prestación que está tan fuera del alcance de la generalidad que a través de nuestro aplauso reciben tanto nuestra aprobación por lo que hacen, como el  reconocimiento implícito de que somos incapaces de igualarlos. En estos casos, el aplauso condensa nuestro entusiasmo por el espectáculo que nos han ofrecido. Pero es también un signo de admiración que puede acabar produciendo en el aplaudido un incremento disculpable de su ya normalmente alta dosis de vanidad.

Con todo, los efectos del aplauso en el merecidamente aplaudido no deberían hacerlo caer nunca en el vicio de la soberbia. Porque ésta es satisfacción y envanecimiento por la contemplación de las propias cualidades con menosprecio de los demás. Y si ya es discutible que alguien pueda envanecerse de sí mismo, lo que es de todo punto inaceptable es que encima tenga poca estima por los demás.

Pero hay aplausos que tienen otros significados. Hay casos en los que el aplauso más que recompensar con entusiasmo la portentosa actuación artística o deportiva de alguien, significan simplemente una señal de aprobación o de acuerdo con lo que dice el aplaudido. Este es, por lo general, el sentido que ha de darse al aplauso que recibe, por ejemplo, un conferenciante la final de su intervención. Por eso, en los conferenciantes sensatos el aplauso lo más que hace es que se sientan recompensados por el esfuerzo realizado.

Y algo de esto es lo que debería suceder con los políticos. Un político de buen juicio debería esforzarse en interpretar correctamente los aplausos de la concurrencia. Porque entre los que le aplauden no son pocos los que lo hacen por agradecimiento, en cuyo caso el palmoteo no es más que el modo de corresponder el beneficio o favor hecho por el político. Junto a éstos, hay otros aplausos –y son tal vez los más numerosos- que expresan el indicado sentido de aprobación con lo que ha hecho o dicho el aplaudido. En este caso, si no quiere abandonar la senda del buen juicio, el político no debe atribuirles otros efectos que los puramente reconfortantes: infundir ánimo para seguir esforzándose en el servicio a los demás.

Pero el efecto que nunca debe producir el aplauso en el político es convertirlo en un “hombre-globo”, aquejado del mal de “desdén de altura”. Una enfermedad que padecen los políticos que, desde lo alto de su pedestal, se elevan, ensimismados y complacidos, considerándonos a los demás como seres insignificantes. Estamos en tiempos de aplausos y sería bueno que los candidatos se fueran ejercitando en la modestia para interpretarlos correctamente.

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