La talla del líder político

La Voz de Galicia
Martes, 18 de diciembre de 2001

Con más frecuencia de la deseada, un nuevo puesto en un partido o en la política local o nacional, cambia la forma de ser de quien lo ocupa. Y el cambio es tanto más apreciable cuanto más alto es el cargo de que se trate. Se suele decir, en estos casos, que, en el ámbito puramente personal, tales políticos se vuelven engreídos, vanidosos y, en no pocas ocasiones, soberbios; que, con sus antiguos amigos, se vuelvan, cuando menos, distantes; y que, en sus nuevas relaciones, son lisonjeros con los que tienen por encima y déspotas con los inferiores.

De ser esto cierto, habría que preguntarse por las razones de tan brusco cambio de conducta. A primera vista, parece que son varias las causas, unas externas al propio sujeto y otras que son consecuencia de su forma de ser.

Entre las primeras, hay que mencionar, en primer lugar, la adulación por los perniciosos efectos que produce. Como el líder político suele estar rodeado por numerosos colaboradores, cuyos posibilidades de ascenso dependen en una buena medida de aquél, se comprende que algunos de éstos se dediquen a decir o a hacer lo que agrade, y cuanto más mejor, al líder. Hay aduladores de todo tipo: desde los más burdos hasta los más sutiles. Pero los efectos de la adulación en el líder suelen ser en ambos casos los mismos: éste, por la reiterada e incesante actuación de los aduladores, va adquiriendo tan elevado concepto de si mismo, que acaba por considerar los elogios, cuanto menos, como merecidos. Otra causa exógena suele ser la fascinación y el entusiasmo que provoca el líder entre los simpatizantes del partido y en el público en general. Unos y otro le aplauden a su paso, desean tocarle y hasta le ofrecen a sus niños para que los bese. A las dos causas anteriores cabría añadir, finalmente, la nueva vida que trae consigo el cargo: nuevos amigos con sus propios intereses, los cuales van tejiendo, imperceptible pero eficazmente, una invisible tela de araña que va envolviendo al líder. No hablo de nada ilícito, sino de la inmersión del líder en una nueva vida en la que apenas hay espacio para la amistad. Se produce, pues, una paulatina sustitución de los valores que poseía el líder cuando tenía un status normal, por unos nuevos “valores” a cuyo frente se sitúa el ansia de poder.

Pero el cambio del líder no obedece solamente a los demás, aunque sea muy importante el efecto que produzca el cambio de éstos hacia él. También hay factores endógenos. Si el líder obtiene éxitos, lo lógico es que, como consecuencia de todo lo anterior, no los atribuya al equipo que trabaja con él, sino a su propia capacidad e inteligencia. ¡Es a mi a quien aplauden!- llegará a pensar. Y si la oposición no es lo fuerte y eficaz que debiera, el líder acabará por creer firmemente que las únicas propuestas acertadas son las suyas. Una cosa y la otra, acaban por robustecer el grado de autoestima del líder, que cada vez se muestra más confiado y prepotente. Y lo que es peor, a medida que crece la confianza del líder en su capacidad, en la misma medida disminuye su autocrítica. Si a esto se añade que como los que están a su lado no suelen decirle la verdad, el líder va ascendiendo paulatinamente a las alturas –por decirlo más gráficamente, se sube a un pedestal- y se va alejando de la realidad. De ahí, a creerse imprescindible, a considerar que el partido es suyo, y que él es el único legitimado para proponer, en su momento, al sucesor, no hay más que un pequeño paso.

La conclusión que se saca de todo lo anterior es que si se midiera la talla del líder político del tipo que he descrito en el momento de acceder al cargo y nuevamente cuando ya ha experimentado el cambio, se obtendrían dos estaturas diferentes. La primera, nos daría su altura desde la cabeza a los pies; y la segunda, la altura desde el suelo en el que está el pedestal en el que ha acabado por subirse –aunque impulsado también por los demás- hasta su cabeza.

En el primer caso, la talla del líder sería menor físicamente hablando, pero sería, con toda probabilidad, mucho mayor desde el punto de vista personal e intelectual. En el segundo caso, la distancia entre la cabeza y el suelo sería mayor, pero no cabe duda de que sería más reducida la talla personal e intelectual de los líderes de este tipo. Comprendo que debe ser muy difícil estar permanentemente en una posición de autocrítica y que es muy fácil que lleguen a flaquear las fuerzas cuando los constantes halagos de los demás hacen sentir por las venas el magnetismo del poder. Pero justamente por ello, el político –todo político- debe tener alguien a su lado que tenga la lealtad de recordarle, todas las veces que haga falta, que es mortal y que la gloria sólo se alcanza de verdad cuando se asientan los pies en el suelo de la realidad y no en la “espuma” de la adulación.

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