La obesidad espiritual
En la vida humana, hay una unión entre el cuerpo y la mente, de tal naturaleza que, para existir, es preciso alimentar ambas realidades. Es verdad que la nutrición del cuerpo genera la energía que necesita el espíritu. Pero la mente requiere, además, su propio alimento. Sin embargo, parece que, en los últimos tiempos, no estamos dando al cuerpo y al alma el sustento más adecuado.
En la sociedad de la opulencia, se come, por lo general, mucho más, peor, y más deprisa, de lo que convendría. Cada vez precisamos menos sustento, como consecuencia de la vida sedentaria que llevamos. Y, sin embargo, en lugar de haber reducido la ración que ingerimos a diario, tomamos bastantes más alimentos de los que precisamos. El desacierto es todavía mayor al elegirlos: en lugar de una dieta equilibrada, consumimos en exceso lo que menos necesitamos. Y por si todo ello fuera poco, apenas dedicamos tiempo para comer. No es, pues, una casualidad que se hable en nuestros días de “comida basura” y de “comida rápida”. La consecuencia de todo ello es que una gran parte de la población tiene una gordura excesiva, que, en no pocos casos, es obesidad.
Tal vez como reacción pendular frente a este fenómeno se ha entronizado, desde hace algún tiempo, la “cultura del cuerpo”. Se está imponiendo, por desgracia, una especie de “racismo estético”, que hace que todo aquel que no entra en los cánones marcados llegue a sentirse inferior. Lo malo es que este desvarío estético, en el que estamos sumidos, no es inocuo: está provocando graves enfermedades, como la anorexia y la bulimia, en las que unas dietas exageradas y prolongadas, acaban provocando serios trastornos de la mente, de los que cuesta salir mucho más de lo que se piensa.
Pero no sólo nutrimos erróneamente nuestro cuerpo. También nos estamos equivocando al alimentar nuestra mente. En lugar de suministrarle verdaderas obras del espíritu, esto es, de la literatura, la ciencia, la música, la pintura, la escultura y el cine, que merezcan la pena, le damos, generalmente a través de la televisión, unos contenidos de ínfimo nivel intelectual en los que prima la vulgaridad y el cotilleo. Lo cual implica que el principal alimento que recibe nuestro espíritu sea también “basura”, más exactamente “telebasura”, provocando con ello la “obesidad espiritual”.
Sin embargo, a diferencia de la corporal, la obesidad espiritual no la vemos. Y lo que es peor: cuanto más “obeso” es nuestro espíritu, menos caemos en la cuenta de que lo es. Es como si la “basura” de la que alimentamos nuestra mente fuese tejiendo cataratas que nos conducen inevitablemente a la ceguera espiritual. Tal vez por eso es por lo que todavía no hemos reaccionado contra aquélla.
Si algún día llegamos a actuar con energía contra nuestra “obesidad espiritual”, no deberíamos caer en el mismo error que con el cuerpo. Porque no se trata de poseer un espíritu “delgado”, sino tan sólo una mente bien alimentada y espiritualmente saludable, que nos permita saborear las obras del espíritu llenas de contenido y bien hechas, que haberlas las hay, y en abundancia.