La música moderna como dios menor
Hay pocos acontecimientos que nos movilicen tanto como los espectáculos musicales. A cada grupo social, le atrae un tipo de música, pero a todos sin distinción este arte de combinar los sonidos nos estimula en lo más íntimo de nuestro sentimiento estético. Sin ir más lejos, se dice que el Concierto de Año Nuevo de la Filarmónica de Viena fue seguido en directo por unos cincuenta millones de telespectadores en todo el mundo. Pero no es a este tipo de música a la que deseo referirme, sino a la música moderna como fenómeno de movilización de grupos humanos.
Es verdad que hay otros espectáculos que congregan a miles de personas, como por ejemplo los deportivos. Y lo es también que lo que reúne en ellos a los asistentes es, además del interés en sí del deporte de que se trate, la intensa identificación sentimental de cada individuo con los contendientes. Pero los efectos de cohesión ritual que tiene actualmente la música moderna no los alcanza ningún otro fenómeno humano.
Y es que en nuestros días la música se ha convertido, como ha expuesto en un brillante estudio Maria-Àngels Subirats, en un rasgo de identidad de las llamadas tribus urbanas. Hasta tal punto que, como dice esta autora, no existe tribu urbana que no posea su propia “marca” musical, al igual que exhibe una vestimenta diferente al resto. Pero más allá de este innegable efecto clasificatorio y agrupador que desempaña la música como verdadero eje de identificación tribal, lo que llama la atención es que desde hace algunos años ha surgido una nueva liturgia musical oficiada en los macroconciertos, de la que participan intensamente aficionados de las distintas generaciones surgidas a partir de Los Beatles.
Actualmente los que asisten a los conciertos de música moderna más que a escuchar y sentir individualmente la música, van a vivirla. Como dice la citada M.A. Subirats, “el baile es la vía para pasar de escuchar a vivir, a sentir la música”. Esta autora subraya que los ritmos y melodías van produciendo unos movimientos repetitivos y más o menos sincronizados en los asistentes que desembocan en una especie de danza común. Y concluye señalando que todo ello se traduce en una suerte de comunicación corporal entre cientos de jóvenes –yo me permito matizar que también de personas de otras generaciones- lanzados a la cancha de baile en medio de un ruido ensordecedor y de un vertiginoso juego de luces.
Este ritual común de danzar al ritmo de la música, unos juntos a otros, contagiados por un mismo estado emocional, y más o menos excitados por sustancias avivadoras de los sentidos, permite, además, que cada uno se desnude temporalmente de su propia individualidad y se revista con el traje difuso del anonimato. Esta especie de alienación esporádica de lo propio por lo común y la posibilidad de cada asistente de participar activamente en el ritual oficiado por los músicos ejecutantes explican los reiterados llenos que se producen en todos los conciertos. Y que la música moderna sea una especie de dios menor que cada día gana más adeptos.