La mirada
Después de quince años de ausencia, regresaba a pasar las vacaciones de verano al lugar en el que tenía sus raíces. El ansia por volver a recorrer los caminos y veredas de aquella costa salvaje hizo que pasara la primera noche con un sueño fatigoso y lleno de interrupciones. Se levantó antes de que alumbrara la luz del día, se puso de pantalón corto, polo blanco y zapatos de tenis, y salió a dar su medicinal paseo de cada día. Su notable gordura, la adicción al tabaco, el abuso del alcohol y el exceso de trabajo, habían coadyuvado al infarto que había padecido durante el invierno. Así que, además de adelgazar y de borrarse de esos vicios, tenía que hacer diariamente ejercicio moderado, y había elegido caminar.
En su primera mañana, decidió dar un paseo hasta el Seijo Blanco, una saliente de rocas que, junto con Punta Herminia, cierra la ría de La Coruña, y desde el que se divisan las entradas de las rías de Ferrol, Ares y Betanzos. En sus estancias de años anteriores, solía llegar hasta la punta del saliente, se sentaba unos minutos, y respiraba profunda y pausadamente, para empaparse del aire húmedo que desprendía el mar al batir contra las rocas. Pero ahora lo necesitaba más que nunca, no sólo para aliviar la angustia con la que vivía tras el infarto, sino también para limpiar la maleza que estaba ahogando sus buenos sentimientos desde que se había metido de lleno en la estúpida carrera de acaparar.
Aunque debía caminar por terreno llano, tomó el camino del faro, que tenía ligeras subidas y bajadas. Antes de pasar las últimas casas del pueblo, giró a la derecha, y a pesar de que no creía en los malos presagios, reparó en dos cuervos que, posados sobre el tendido eléctrico, se picoteaban graznando con las alas extendidas. A medida que avanzaba hacia el Seijo Blanco, advirtió que se habían construido algunas casas a ambos lados del camino, que daban a la ruta un aspecto menos salvaje que hacía quince años. Tras recorrer aproximadamente un kilómetro, la carretera dejó de estar asfaltada, comenzando un camino de tierra, en el que había dos postes con sendas señales de tráfico sobre fondo azul que advertían que estaba cortado.
Cuando estaba a pocos metros de las señales, vislumbró los ojos de un animal que brillaban en la incipiente claridad del amanecer y venían lentamente hacia él. Cuando estaban muy próximos, pudo ver que eran de un perro callejero, un “mil leches” con predominio de perro de aguas. El animal pasó de largo con las orejas agachadas, el rabo entre las piernas y la mirada desconfiada. Carlos siguió andando, pero al poco tiempo notó que el perro estaba a sus espaldas y que olisqueaba sus tenis. Al observarlo, advirtió que tenía una cuerda rota alrededor del cuello, que se prolongaba unos treinta centímetros, y que dejaba entrever que era lo que quedaba de su correa. Reparó, asimismo, en que a lo largo del cuello tenía unas ulceraciones con pequeños restos de sangre coagulada, que le indujeron a pensar que había tirado de la cuerda hasta romperla.
Cuando lo había rebasado algo más de dos metros, el perro volvió la cara hacia él y comenzó a caminar nerviosamente serpenteando y moviendo la cola. Trotaba ligeramente unos metros y volvía hacia él hasta ponerse a su lado, como si tratara de indicarle que lo siguiera. Carlos continuó paseando al mismo ritmo, e intentó tranquilizar al perro, dándole suaves palmadas sobre el lomo y haciéndole entender que iba en su misma dirección.
Pasada la última casa, había siete postes metálicos abatibles, pintados a rayas blancas y rojas, que cerraban el camino, y en cuya margen derecha se alzaba un cartel que decía: “COSTA DE DEXO Y SERANTES. MONUMENTO NATURAL. Acceso prohibido a vehículos excepto tractores y emergencias. Para acceder contactar con la policía local 981610001”. A partir de allí, el camino era más estrecho y avanzaba sinuosamente entre matorrales de tojo, hasta llegar a una construcción en ruinas, que había sido edificada aprovechando la ladera de un montículo situado en la orilla izquierda del camino. Las ruinas habían sido probablemente las dependencias de una antigua batería de costa y se componían de cuatro estancias. Las dos primeras habitaciones eran cuadradas, con el techo plano y las otras dos abovedadas. Excepto la última estancia, que estaba completamente abierta, las otras tres tenían puertas y ventanas abiertas en la fachada. El suelo de todas ellas estaba cubierto por escombros de ladrillos y azulejos, y en las paredes había leyendas que en su mayor parte eran de enamorados.
El perro se detuvo frente a la puerta de la primera habitación y volvió los ojos hacia Carlos, moviendo todo su cuerpo como si estuviera sumamente inquieto. Carlos lentificó el paso, y comenzó a latirle fuertemente el corazón, al tiempo que recorría su cuerpo una sensación de desasosiego. Presentía que se iba a encontrar con algo grave, pues la actitud del perro era mucho más reveladora de quien busca ayuda ante un suceso desgraciado, que de quien invita a acudir a un evento gozoso.
Al asomarse a la puerta, descubrió dos cuerpos parcialmente cubiertos por sendos sacos de dormir. Se acercó a ellos lentamente haciendo crujir los trozos de azulejo que cubrían el suelo, sin que hicieran el más mínimo movimiento. Debajo del saco que estaba en el rincón de la entrada, vio la cabeza de una joven morena, de unos veinte años, con el pelo rizado. Tenía los ojos marrones entreabiertos, los labios resecos y manchados de ceniza y la nariz pequeña y redondeada. En el otro rincón del mismo lado, estaba un joven, que aparentaba la misma edad, con unos ojos grandes y verdes tapados hasta la mitad por los párpados entornados. La nariz era aguileña, los labios muy finos y tenía una barba rala e incipiente.
A pesar de su absoluta inmovilidad, Carlos trató de asegurarse de si aún respiraban. Se inclinó sobre cada uno de ellos, los miró fijamente durante algunos minutos, y cayó en la cuenta de que estaban muertos. Al lado de cada saco, había una jeringuilla usada. Con las lágrimas en los ojos, echó un vistazo a la estancia. Apoyada en una esquina, vio una guitarra de madera con una correa trenzada de cuero y no muy lejos de allí los pies metálicos de un coche de bebés sobre el que había una gran caja de cartón en la que debían estar todas sus pertenencias. En la pared junto a la que estaban acostados, había un dibujo de un corazón cruzado por una flecha, hecho con la tiza blanca de un trozo de azulejo, y a cada lado del corazón, escrito con trazos titubeantes, se leía DANIEL y ERIKA, y la fecha del día anterior, 26 de julio de 2002.
Rechazó de plano cualquier pensamiento que le hiciera valorar porqué se podía despilfarrar una vida de aquella manera. Salió de la habitación y se dirigió a la punta del Seijo. Se detuvo unos instantes, miró hacia el horizonte, y comenzó el camino de regreso. El perro estaba tumbado en la puerta de la estancia. Su mirada era ahora tranquila y confiada, dando a entender que estaba seguro de que Carlos avisaría de la emergencia.