La estatua

Del libro «Puentes de palabras» 2003. La Voz de Galicia

Hacía más de treinta años que se había marchado de aquella ciudad costera. Desde entonces, no había vuelto, pero, tras su jubilación, retornaba al viejo chalet que le habían dejado sus padres. La ciudad había cambiado mucho. Conservaba en el centro sus antiguas galerías, pero había nuevos barrios y, sobre todo, un paseo marítimo que la rodeaba enteramente.

Aquel día, el primero desde su regreso, caminaba lentamente por el paseo marítimo, procurando disfrutar lo más posible del maravillosos paisaje que tenía ante sus ojos. De vez en cuando, se detenía e inspiraba profundamente, hasta llenar por completo sus pulmones con el aire del mar, alimentando así sus raíces con el espíritu de su tierra. Y al expirar, tenía la sensación de que se estaba desintoxicando, de que se desprendía de la pesada atmósfera que había ido acumulando durante todos aquellos años. A esto le llamaba “respirar Galicia”. Y podía volver a hacerlo después de mucho tiempo.

Al regresar hacia casa, se detuvo ante una estatua que recordaba de su niñez. Como casi todas las estatuas de piedra, aquélla tampoco tenía ojos, sus párpados estaban abiertos, replegados, enmarcando sendas ojivas de piedra lisa. La miró fijamente a los ojos y recordó que, de pequeño, pensaba que no tenía alma. Pero no por ser de piedra  si no porque, al carecer de iris y pupilas, aquellos ojos de piedra, incompletos, no podían ser espejo de espíritu alguno. También recordó que alguna vez le había preguntando que por qué era una estatua y que si se había quedado así porque tenía miedo a vivir.

Lleno de nostalgia, esbozó una sonrisa, pensando hasta donde es capaz de llegar la ingenuidad de los niños.

Pero aquel día, vio con sorpresa un ligero movimiento en la estatua y observó que comenzaban a formarse, lentamente, los iris y las pupilas. ¡La estatua tenía ojos! Ésta giró la cabeza hacia él y empezó a hablarle.

“Te estaba esperando desde hace muchos años. Tú fuiste la única persona que me ha hablado. Siempre me hacías las mismas preguntas y yo no podía responderte, porque eras tan pequeño que temía que no me comprendieras. Te voy a contar un secreto, que he guardado hasta hoy, pero para que lo cuentes. Me erigieron esta estatua por haber sido un benefactor que llevó una vida ejemplar. Pero la gente desconoce el verdadero drama de mi vida. ¡Una misma vida puede ser exitosa para los demás e íntimamente infeliz para su protagonista!.

“Vivir es una dura profesión que no se escoge. Te la imponen. Y es tan desigual, que a algunos no les dan ni un momento de tregua. Combaten desde que nacen simplemente por sobrevivir. Y no siempre con las mismas armas. Depende de dónde y de quién nazcas. Si hay medios, los enemigos se reducen a no mismo, pero si no los hay, se suman los otros hombres. Yo nací con todo lo necesario para triunfar; en una familia rica y en un país de occidente. Y supuestamente triunfé.

“Me dediqué a acaparar todo lo que podía. Trataba de conseguir lo que aún no tenía. Pero cada presa nueva, despertaba en mi la ansiedad de alcanzar la próxima. Y así, toda la vida, sin parar. Solo podía descansar cuando dormía. Porque con el sueño se aparca la ansiosa manía de acaparar y la calma sustituye a la prisa y a la agresividad con las que se desarrolla esta incontrolada adición.

“Aunque parezca mentira, mi vida ha sido tan pobre que ni siquiera pude permitirme el lujo del recuero. Recordad es el milagro de hacer presente el ayer, selectivamente, para gozar o sufrir con momentos ya vividos. Pero hay vidas, como la mía, que han sido tan sentimentalmente indiferentes que no tienen ni un solo momento que merezca ser seleccionado. Lo único que podía haberme salvado fue el amor. Pero nunca amé a nadie. No supe, hasta después de muerto, lo que es amar. No solo es amor la primera pasión que se siente por el otro. También lo es el último suspiro de ternura que se intercambia en el momento de la despedida. Y yo no sentí ni lo uno ni lo otro. Amarse es haber sido uno, ser uno, haber vivido y sentido junto al otro, hasta convertirse, cada uno, en el mejor yo del otro y en su inseparable compañero. Y yo fui tan egoísta que no compartí mi yo con ningún otro.

“Yo , por haber vivido sin amor, he hecho algo peor que perder el tiempo, lo he despilfarrado. Y aunque la gente no lo sabe, me han convertido en estatua, no por haber sido un personaje relevante, sino porque era la única forma de representar a alguien que no tuvo alma, a alguien que, como la mujer de Lot, miró hacia atrás y no pudo recordar ni siquiera un instante en el que sintiera amor por otro”.

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