La capacidad de influir en nuestra propia suerte

La Voz de Galicia

Martes, 13 de enero de 2009

En el significado gramatical de la palabra suerte tiene un peso determinante la casualidad. Sea buena o mala, la suerte parece depender de una serie de circunstancias que no se pueden prever ni evitar. Planteadas así las cosas, la suerte se convierte en un factor determinante de lo favorable o adverso que le ocurre a cada uno de nosotros. Y como la suerte no puede ni aseverar ni desmentir lo que le imputamos, suele ser un recurso al que podemos acogernos, según nos convenga, y en el sentido que consideremos necesario.

Porque la suerte no es vista de la misma manera por el triunfador que por el fracasado. Jacinto Benavente escribió que los que triunfan siempre creen que ha sido por su talento o por su trabajo y que les humilla que se pueda creer que ha sido por la suerte. No le falta razón, porque cuando el triunfo es consecuencia del propio esfuerzo suele molestar que los demás lo atribuyan más a la casualidad que a lo hecho por uno mismo. Por eso, los triunfadores, aunque en su fuero interno saben la influencia real que ha tenido la buena suerte en su exitosa vida, ante los demás tienden a minimizar sus efectos. Reconocen a regañadientes que han tenido buena suerte, pero a renglón seguido no se recatan en destacar su extraordinario esfuerzo.

El fracasado, en cambio, ve en la suerte –naturalmente, la mala- , la causa de todos sus males. Cuando tiene que justificar cómo ha llegado a la penosa situación en que se encuentra, lo primero a lo que suele recurrir es de la mala suerte: su estado se debe al encadenamiento fortuito de sucesos desfavorables ante a los que nada pudo hacer. Y aunque, al igual que el triunfador, sabe perfectamente qué papel ha jugado en su vida la mala suerte, ante los demás tiende a exagerar la perniciosa influencia de la misma y lo poco que pudo influir él en mejorar su situación.

Lo que ocurre es que mientras en el triunfo es intrascendente negar  al factor suerte el verdadero peso que ha tenido, en el fracaso deberíamos culpar un poco menos a la mala suerte y preguntarnos por nuestra propia responsabilidad. Y ello porque si el triunfador rebaja indebidamente el peso de su buena suerte, lo peor que le puede suceder es que se vuelva más vanidoso de lo debido, ya que la buena suerte, aunque sea menospreciada por el que la tiene, no es vengativa ni rencorosa y, por tanto, no suele abandonarlo. En cambio, atribuir el propio fracaso solamente a la suerte, impide valorar qué puede hacer uno para cambiar el signo de ésta.

Y es que la vida es como una carretera con rotondas sucesivas y cada una con varias salidas. Llegados a cada rotonda, la clave del éxito está en saber si hay que seguir recto o tomar una salida, y, en ese caso, hay que descubrir la más adecuada. Ante cada decisión, podemos valorar detenidamente todas las circunstancias o confiar en la casualidad. Si optamos por lo primero, las posibilidades de acertar serán mayores. Y aunque en ambos casos interviene la suerte, su influencia es claramente menor en uno que en el otro.

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