Horas robadas

La Voz de Galicia
Domingo, 25 de agosto de 2002

La tarde seguía lluviosa, las proas de los barcos estaban orientadas hacia el sur y el cielo estaba cubierto por nubes grises de distintas tonalidades, que le daban un color de fondo muy oscuro. Una vez más, el tiempo invitaba a quedarse en casa hasta la hora de bajar al bar, para beber unos vinos con los amigos antes de la cena. Pero, al asomarse a la ventana, divisó en el horizonte una franja lejana que tenía mayor luminosidad, lo cual le hizo pensar que podía mejorar el tiempo. Observó, además, que estaba rolando el viento hacia el nordeste, signo inequívoco de que el tiempo iba a cambiar.

Decidió telefonear a su cuñado Fernando y le propuso salir a la mar. Tras unos minutos de titubeo, éste aceptó acompañarlo por si podía hacer pesca submarina. Cargaron la bolsa con el equipo de submarinismo y un par de bocadillos, y en pocos minutos, su pequeña embarcación surcaba a motor las aguas tranquilas de la ría. Decidieron poner rumbo hacia la playa de enfrente, porque era el lugar más cercano de los que estaban protegidos del viento. Pasados unos quince minutos, detuvieron la barca y lanzaron el rezón a unos veinte metros de la playa, en un fondeadero de arena y algas, salpicado de rocas, que emergían paulatinamente con la bajada de la marea.

El cielo se había ido descubriendo y aparecían grandes claros que dejaban ver el azul, típico del lugar, difuminado por una bruma casi imperceptible. La cala estaba prácticamente vacía. Había tan sólo tres motoras amarradas a sus muertos, de entre cinco y siete metros de eslora, cubiertas con sus lonas. Tales embarcaciones deportivas debían pertenecer a los habitantes de las casas, que se asomaban a los acantilados, construidas sobre terrenos que descendían en bancales hasta llegar al mar, cada una de las cuales disponía de una larga escalera que desembocaba en su propia playa.

Tras los oportunos preparativos, el submarinista se lanzó al agua y comenzó a escudriñar lentamente cada palmo de mar, haciendo, de vez en cuando, inmersiones, de las que subía pasado poco tiempo.

Entretanto, el cielo se había descubierto por completo. El sol brillaba en su imparable y lento descenso hacia poniente, dejando, sobre el azul oscuro del mar, un reguero plateado, cuya anchura iba disminuyendo a medida que se acercaba a la barca. Sentado en el banco de popa, tuvo una sensación de sosiego, que no recordaba haber experimentado con anterioridad. Con los brazos hacia atrás, apoyado sobre las palmas, miró alrededor, la punta de la cala le ocultaba la boca de la ría, y el mar estaba tan tranquilo, que le pareció estar en un lago. La quietud de aquel atardecer lo predispuso para vivir intensamente aquel momento, abriendo todos los poros de su ser para impregnarse de toda aquella belleza.

Lamentó no ser un poeta para poder contar a los demás lo que estaban viendo sus ojos. Pero se consoló, pensando que lo que le deparaba aquel momento era para vivirlo y sentirlo más que para contarlo. Y, de repente, cayó en la cuenta de que le había robado unas horas al verano.

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