Ensimismados y observadoras

La Voz de Galicia
Domingo, 5 de abril de 2009

Son muchas las diferencias que existen entre el hombre y la mujer en tanto que seres vivos. Aunque las más visibles son, tal vez, las morfológicas, las que presentan más interés, al menos para mí, son las que tienen que ver con su respectiva actitud ante la vida.

Si tuviera que elegir una sola palabra para describir cómo va el varón por la vida, escogería la de “ensimismado”. Pero no porque tienda a “sumirse o recogerse en la propia intimidad”, sino porque “se goza en sí mismo, se envanece, se engríe”. El hombre vive mirando para sí, como si fuera un pavo real, encantado de conocerse, y sin preocuparse grandemente de todo lo que lo rodea. Lo que cae fuera de sí mismo no atrae su interés, salvo que se trate de algo que tenga que ver con él. Con esto no quiero decir que tenga cortedad de miras: ve perfectamente lo que está lejos. Lo que sucede es que no le interesa, no proyecta su mirada hacia lo que no sea su propia persona.

Tal vez este ensimismamiento del varón es el que explica algunos de sus defectos, como sus elevadas dosis de ingenuidad -rayana, a veces, en el infantilismo, que no suele perder a lo largo de su vida-, su egoísmo, y su injustificable exceso de seguridad en sí mismo. Pero es causa también de sus mejores virtudes, como la capacidad para sentir profundamente la amistad, y su habitual generosidad y valentía para las grandes cosas que no duren demasiado, como los actos heroicos.

En cambio, la mujer es, por encima de todo, observadora, mantiene constantemente una actitud vigilante sobre lo que sucede a su alrededor. Por eso, es sumamente perspicaz: con su mirada, aguda y de largo alcance, penetra con profundidad en el significado de lo que le rodea. Y lo que es más importante, lo hace de tal modo que los demás –me refiero sobre todo a los hombres porque no dejan de estar “ensimismados”- apenas lo advierten.

La consecuencia de todo ello es que la mujer no solo se entera de lo que sucede con bastante más antelación que el varón, sino que alcanza la madurez antes y en mayor grado que éste. Además, el periscopio por el que observa la vida le permite acudir rápidamente en socorro de quien la necesite y se lo merezca, con una generosidad extensa, intensa, y duradera -incluso para las pequeñas cosas-, digna del mayor elogio.

Pero, como en este mundo no existe ningún ser perfecto, las importantes cualidades que adornan a la mujer coexisten con algunos defectos. Precisamente, porque se da cuenta de todo, no pasa por alto con facilidad lo que considere –acertadamente, por lo general- agravios y afrentas hacia ella, o hacia sus seres queridos. Y como tales ofensas suelen ser causadas con su innata sutileza por otras mujeres más que por los toscos varones, la mujer suele estar menos habituada que el hombre para sentir amistad hacia sus congéneres, y carece de la necesaria ductilidad para llevarse bien con las demás que se van incorporando a la familia.

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