En el país de "Carapatrás"
Era la primera vez que recalaba en aquel puerto. Según sus cartas de navegación, había alcanzado un punto en la costa norte de la península ibérica. Tras amarrar su barco a una boya, que estaba fondeada en el centro de la bahía, echó al agua su embarcación auxiliar y se dirigió al muelle.
Cuando paseaba por las calles de aquel pueblo marinero, John Lapinland observó que algunos de sus habitantes llevaban la cabeza girada hacia un lado. Todos hacia el lado derecho. Se sorprendió por esta singular característica de esas personas, pero creyó que era algo que hacían voluntariamente.
Al entrar en un bar, vio que unos de cabeza ladeada estaban conversando con otros de cabeza normal, los cuales estaban situados frente a la cara de aquellos, por lo cual comprendió que el giro de la cabeza, lejos de ser voluntario, era una postura fija.
Intrigado, preguntó a un viejo de cabeza normal que estaba sentado solo en una mesa, por qué había individuos que tenían la cabeza girada hacia el lado derecho. El viejo, incómodo por la pregunta, tardó en contestar, haciéndolo con cierto temor a ser oído.
“Se dice que esta gente comparte el ideario de un señor que dedicó su vida al estudio de la lengua y la historia de este país y al que poco a poco se le fue ladeando la cabeza de tanto mirar hacia el pasado. En sus escritos dejó dicho que tener la cabeza de lado es una característica genética de una raza superior, que ama las tradiciones y que prefiere mantenerse en el pasado antes que entrar en la peligrosa modernidad”.
¡Pero debe ser muy incómodo andar con la cabeza ladeada! – comentó John Lapinland.
“A ellos no se lo parece. Aunque tropiezan con frecuencia porque no ven la mitad de lo que está al frente, no se dan cuenta de su defecto y creen que los imperfectos somos los que miramos hacia delante”.
Al salir del bar, John Lapinland se cruzó con un sujeto que tenía la cabeza hacia atrás y que andaba en el sentido hacia el que miraba. John volvió sobre sus pasos deseando que todavía estuviera su interlocutor para preguntarle por esta nueva variedad de individuos.
El viejo seguía allí y tras escuchar la nueva pregunta de John, le hizo el gesto de que le siguiera. Llegaron a un lugar solitario, muy cerca del faro que estaba en la punta del malecón. Tras asegurarse de que nadie podía oírles, el viejo habló:
“Esos son los más radicales. Desprecian absolutamente el futuro y solo les interesa el pasado. Lo peor es que son muy violentos y quieren imponer sus ideas a los demás por la fuerza, incluso la más brutal. Son pocos, algunos van incluso encapuchados y quieren que el país sea solo para ellos y para los “caradelado”. A éstos los toleran, porque tienen la esperanza de que cuando expulsen de nuestra tierra a los “carapalante”, lograrán que todos sean “carapatrás”. Su aspiración es convertirnos en el País de Carapatrás”.
-¿Cree que lo conseguirán?- preguntó John.
“Es difícil predecir lo que pasará. Hasta hace poco, los “carapalante” toleramos pacientemente las actuaciones de los “carapatrás” y dejamos las cosas en manos de los “caradelado” con la esperanza de que lograran convencerlos de que abandonaran las acciones violentas. Pero, como los “caradelado” coincidían en el objetivo final de que nuestro país fuese solamente para ambos, fueron educando a nuestros hijos en su ideario y muchos de ellos, por la radicalidad propia de la juventud, acabaron por convertirse en “carapatrás”. Ahora, algunos “carapalante”, no muchos, pero sin duda los más valiosos, están empezando a hacer frente a los “carapatrás”, poniendo en riesgo su propia vida. La solución está en nuestras manos. Todo dependerá de lo que decidamos: hacer frente de una vez por todas a los que desean convertir nuestra tierra en el País de Carapatrás, o permitir que sigan manejando nuestros asuntos los “caradelado” con el apoyo coactivo de los “carapatrás”. Cada vez somos más los que deseamos seguir mirando para delante. Todavía conservamos el poder de decidir en las urnas el país que deseamos. Pero si las cosas siguen como hasta ahora, a nadie extrañaría que llegaremos incluso a perder el derecho a decidir nuestro futuro en libertad. Eso es lo que nos estamos jugando y no sé lo que pasará”.
– ¿Cuánto tiempo llevan en esta situación?- interrogó Lapinland.
“Bueno, las cosas han ido empeorando progresivamente desde la aparición de los “carapatrás”, hace algo más de treinta años”- respondió resignado el viejo “carapalante”.
-¿Y no los detienen?-
“Claro que si. Hay muchos que están en las cárceles, la mayor parte de ellos están condenados por sentencias firmes y hay algunos pendientes de juicio. Sin embargo, los que están fuera no dejan de actuar y cada vez con mayor violencia. Los “carapatrás” piensan que los “caparalante” se rendirán algún día ante tanta violencia y que conseguirán, cuando les convenga, una solución negociada, que obtendrán la libertad de los presos a cambio de dejar las armas. Dicen que esto es lo que ha pasado siempre en otros lugares. Esto es lo que les cuentan a los encarcelados para que no pierdan la esperanza”.
– ¿Y usted qué piensa?.
“Si Usted viviera aquí, no le habría respondido ni a la primera pregunta. Uno nunca sabe con quién está hablando. Pero me pide demasiado: mi propio pensamiento. Yo creo que hace tiempo que he dejado de pensar. Antes confiaba en que las cosas se solucionarían. Como los objetivos estaban claramente determinados y yo no estaba entre los grupos de riesgo, no me preocupaba demasiado. Hoy las cosas han ido demasiado lejos y estoy convencido de que no viviré lo suficiente para ver la solución. Por eso, he dejado de pensar y de preocuparme. Soy simplemente un “carapalante” silencioso, que, como no se siente directamente amenazado, tiene mucho de cobarde. No se si soy así por mi edad o porque tengo miedo. Pero como yo hay muchos, entre los “carapalante” y entre los “caradelado”. Mientras no veamos cerca el dolor, seguiremos actuando insensiblemente, como si el problema no fuera con nosotros. En el fondo, me doy asco y siento un profundo desprecio por los que son como yo; desprecio que es mayor cuanto más jóvenes sean. Porque yo al menos tengo el consuelo de pensar que mi cobardía se debe a lo poco que me queda de vida. Pero ¡qué disculpa tienen los “carapalante” jóvenes a los que le queda toda la vida por delante!. Si hubiera un aparato para medir los estados de ánimo, se podría comprobar que en este país hay más miedo que dignidad y más cobardía que atrevimiento”.
John Lapinland comenzó a caminar pensativo y se dirigió hacia el muelle. Subió a su embarcación y navegó hacia el barco que tenía anclado en la bahía. A la mañana siguiente, cuando comenzaban a brillar los primeros destellos del sol, partió de aquél sorprendente lugar en dirección oeste buscando nuevas calas.