En busca del manual inexistente

La Voz de Galicia

Manolo tenía ya 65 años, y desde su estancia en la Universidad en la década de los sesenta venía militando en la izquierda moderada. No le había ido mal. Es cierto que no era buen alumno, porque estudiaba poco. Pero el hecho de figurar en aquellos años como abajofirmante en todos los manifiestos contra algo; la circunstancia de ser un asiduo espectador de los cine clubes, donde solía perorar sobre la genialidad de la incomprensible película que se había proyectado; y la costumbre de leer tomándose un café junto a las ventanas del Derby, le habían granjeado la fama de intelectual comprometido. Lo que en aquellos tiempos de la incipiente e irrefrenable ansia de libertad era realmente importante.

Las cosas mejoraron cuando llegó la democracia, verdaderamente ansiada por él y otros muchos, acogida por los del montón con su habitual indiferencia, y rechazada, más oculta que públicamente, por los nostálgicos de lo que felizmente se acababa de superar. De suerte que, sin abandonar nunca las siglas, fue progresando en la política, pero suavizando paulatinamente las ideas más radicales de su juventud, so pretexto de la inevitable eficiencia en el manejo de lo ajeno, inherente a la actividad política.

Desde siempre le habían marcado su código de conducta: abrazar fanáticamente el credo progresista. Tenía que alinearse, respecto de cada tema, con la posición que señalase el medio de comunicación nacional que confería la graciable condición ser progresista. Sabía que si era progresista sería considerado como persona inteligente y que hasta podía darse el gusto de hacer gala, sin coste personal alguno, de la prepotencia y soberbia habitual de los de izquierdas. Pero había algo más: tenía que evitar a toda costa decir o hacer algo por lo que pudiese ser calificado con el nefando apelativo de conservador. Un error de este tipo podía condenarlo para siempre al abismo de los apestados de derechas, gente obtusa por no admitir la indiscutible superioridad ideológica y moral del pensamiento de izquierdas.

Pero desde hacía algunos años Manolo estaba desconcertado. Los suyos llevaban tanto tiempo en el poder y ponían tanto empeño en conservarlo a cualquier precio que se apuntaban a todo tipo de banderas, incluso a las más descoloridas. Le habían enseñado que progresar era avanzar hacia una sociedad cada vez mejor y más justa. Lo cual significaba, por ejemplo, en educación, apostar por la enseñanza de calidad, y en lo relativo a la estructura territorial del Estado, defender la unidad nacional y la integración en espacios políticos y económicos supranacionales. Sin embargo, ahora los mensajes de su partido eran que en educación lo progresista era rebajar los niveles todo lo posible, sin importar que España ocupara los últimos puestos del escalafón en los controles educativos europeos, y en lo territorial alinearse con los fenómenos retrógrados de los nacionalismos periféricos. Pensando en sus descendientes, Manolo buscó un manual que definiera el progresismo, pero, tras grandes esfuerzos infructuosos, admitió resignado que no existía. Y pensó, casi sin atreverse, que lo progresista era lo que convenía en cada momento a los dirigentes del partido

Jose Manuel Otero

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