El tercer recuerdo

Del libro “Las nubes pueden ser gemelas”. 2006. Ensenada de Ézaro  Ediciones. Nortideas Comunicación.

Tenía el presentimiento de que aquél día lo lograría. Es cierto que llevaba muchos años intentándolo, pero había puesto tanto empeño en la última década que esperaba confiado que, por fin, su tenacidad diese sus frutos.

En efecto, había conseguido adentrarse en lo más recóndito de su memoria archivada y pudo verse sentado en una silla infantil de madera, pintada de azul, apoyando sus pequeños brazos sobre la tapa del pupitre. Estaba con otros muchos niños en el parvulario de la escuela, instalada en el bajo de una de las casas baratas. Con la mirada hacia el encerado, escuchaba a una mujer de unos treinta años que, vuelta hacia ellos, sobre la tarima, hablaba y hablaba sin que él pudiera oír, ahora, lo que decía. Aunque se había esforzado hasta la extenuación, no había conseguido traer al presente un recuerdo más antiguo de su vida.

Con anterioridad, había tratado de encontrarse con él de muchas maneras diferentes. Pero en todas había fracasado. Eligió primero la noche, a las afueras de la ciudad. Le parecía que la oscuridad del monte era un buen ambiente para conseguir que se hiciera sensible. Porque, en las noches sin luna, las pupilas parecen estar muertas y nos sumergen en la más sombría opacidad. Pero lo único que consiguió fue oírlo respirar. O, al menos, eso creyó entonces. Le habló, pero sólo tuvo como respuesta el ruido de la noche.

En el segundo de sus recuerdos más lejanos, estaba en la plaza ovalada de un pueblo, llena de árboles frondosos, con un cine a uno de sus extremos y una gran casa de piedra al otro, junto al atrio de la iglesia. Iba caminando entre la gente por el medio de la plaza, de la mano de su abuelo, y con un caballito de cartón con ruedas de madera en la otra mano. Eran las fiestas de la Patrona y en la Plaza de la Constitución -nombre que veía en su recuerdo con toda nitidez en la placa de la esquina donde estaba la sastrería Cespón- se habían instalado tenderetes y barracas con la tómbola, la churrería, el tiro al blanco con las escopetas de balines trucadas sobre el mostrador… Todos se movían lentamente, los veía hablar y reír, pero tampoco oía sonido alguno. Al llegar a la casa de piedra de sus abuelos, subió a su habitación y, con unas tijeras de costura, abrió el caballo de cartón por el vientre para ver qué tenía dentro.

Tras el estrepitoso fracaso de la noche, decidió intentarlo a plena luz del día. Lógicamente, tenía que esconderse y poner un señuelo para que viniera a buscarlo. Pensó durante toda una mañana qué sería lo que más podría atraerlo y, por fin, decidió que lo mejor era un libro. Pero no cualquiera, sino el que más podía interesarle. Fue a su biblioteca y, tras reconocer muy por encima los que estaban a primera vista, encontró el que buscaba. Era una edición barata de “El amor en los tiempos del cólera”. Lo metió en una caja de zapatos y lo dejó al descubierto en el alfeizar de la ventana de su cuarto. Corrió los visillos y se tumbó en la cama. No dejó de mirar fijamente para el libro, pero lo único que vio fue un pequeño lagarto  que salía de un agujero, se acercaba a la caja, levantaba la cabeza como si quisiera reconocer aquel obstáculo, y después volvía a meterse en la abertura de la pared.

Después de los otros dos, el recuerdo más antiguo que tenía era un sueño. Sonaban unos pasos que se movían acompasadamente con un ritmo tan preciso como el tictac de un reloj de pared. Por el largo pasillo de su casa, veía acercarse un híbrido de hombre y cocodrilo que venía erguido, con unas botas de cuero, un pantalón verde, una casaca larga de color marrón con amplias bocamangas de color gris y, sobre su cabeza de reptil, un sombrero de copa de fieltro negro. En un primer momento, se ocultó bajo las mantas, pero el andar acompasado de la bestia no cesaba. Entonces se bajó de la cama e intentó correr, pero no podía mover los pies, porque los tenía pegados al suelo. Los pasos se oían cada vez más cerca. Quiso gritar, pero tampoco le salían las palabras. Comenzó a sudar y sintió que aquel híbrido le pegaba fuertes patadas en su vientre, clavándole las puntas afiladas de sus botas de cuero. Cuando creyó que llegaba su fin, el monstruo, riéndose, comenzó a desfigurarse, alternando imágenes finas y gruesas como si, al desvanecerse, estuviera atravesando sucesivamente espejos cóncavos y convexos. Ahora recordaba que entonces habían atribuido tan horrible pesadilla a una indigestión de albóndigas.

Tras desistir de la trampa del libro, pensó que, tal vez, la música podría atraerlo. Fue a una tienda de antigüedades que estaba junto al cementerio. Sus dueños eran gitanos ambulantes que, guiados por las esquelas, acudían al cierre de las casas y adquirían lotes a muy bajo precio. Una de las últimas veces que había estado allí, había visto una trompeta y, aunque cambiada de sitio, aún seguía allí. Tenía grabado BESSONS & CO., LONDON. W.C.Z y debajo unos números. Pagó por ella lo que le pidieron y se la llevó envuelta en un papel de periódico. Meditó sobre cómo había de ponerla, para lograr que viniera a buscarla. Esperó a que hiciera un día de sol radiante, y colocó la trompeta sobre un taburete, haciendo que le dieran de lleno los rayos del sol. Creyó que el brillo atraería su atención y que, esta vez, no podría resistirse. Pero tampoco entonces apareció.

Cuando el sol dejó de iluminarla, retiró la trompeta del taburete, guardándola en su estuche de madera forrado de seda roja. Aunque era bonita, y al parecer más valiosa de lo que había pagado por ella, fue a ver a los gitanos con el fin de deshacer el trato. Le contó a Gabriel para qué había comprado la trompeta y sus otros fracasos anteriores: la espera nocturna y el señuelo del libro. El gitano, mirándolo fijamente, le contó cómo podía conseguirlo. Tenía que sumergirse en lo más profundo de su mente y descubrir, por su orden, los tres recuerdos más antiguos de su vida. Después, tenía que dar una vuelta a la manzana y entrar en casa.

Seleccionados y ordenados los recuerdos, salió a dar la vuelta a la  manzana. Caminaba muy despacio, y tal y como le había entendido a Gabriel, comenzó a recordar aquellos tres episodios lejanos de su vida. Al llegar al final del tercer recuerdo, se encontraba delante de la puerta de su casa. Y entró. Pero se olvidó de mirar hacia atrás y, por eso, tampoco esta vez pudo verse.

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