El ritmo de la vida en la madurez

ABC «La Tercera»

En su magistral novela “El amor en los tiempos del cólera” García Márquez pone en boca del doctor Urbino Daza dos reflexiones sobre el ritmo de la vida en el momento de la madurez. La primera es que “la humanidad, como los ejércitos en campaña, avanza a la velocidad del más lento”, y la segunda que “los viejos, entre viejos, son menos viejos”. Aunque estoy de acuerdo en general con ambas afirmaciones, requieren algunas consideraciones.

El primer pensamiento del genial escritor colombiano confronta los dos ritmos extremos a los que puede progresar la humanidad: el más rápido y el más lento, para extraer la abrupta y despiadada conclusión –que también alcanza el doctor Urbino Daza- de que aquélla podría avanzar a más velocidad sin el estorbo de los ancianos. La afirmación puede ser tan áspera como cierta, pero entiendo que lo que hay que preguntarse no es cómo se avanza más rápido, sino si vivir aceleradamente es un valor en sí mismo. Hoy vivimos a un ritmo vertiginoso sin que exista una justificación razonable. En la hedonista vida moderna, no dejamos de correr, aunque la carrera sea más para conseguir cosas que formación espiritual. Y claro, al acelerar atolondradamente la cadencia vital, se nota mucho más la lentitud de los que van a menos paso. Pero la cuestión en este punto no es el ritmo al que van los más lentos, sino si tiene mucho sentido que los de paso más rápido vayan tan de prisa para conseguir tres o cuatro cosas más. Por eso, pienso que si viviéramos menos desbocadamente, la lenta sabiduría de la vejez nos parecería menos estorbo.

También se puede estar de acuerdo con que los viejos, entre viejos, son menos viejos. Pero siempre que esta idea no se entienda en el sentido de propugnar un apartamiento por edades para desgajar a los de más edad del grupo de los más jóvenes, sino justamente en el entendimiento de que aquéllos pasen una parte de su jornada diaria con personas de su misma generación. Porque lo que se persigue es que se auxilien en sus soledades, en sus silencios, en sus miradas desgastadas por la vida y, si fuera el caso, que den oportunidad a alguna nueva ilusión, porque es el cuerpo el que se desgasta, no el alma. En este punto, más que plantear la disyuntiva de juntar o no a los viejos entre sí, se trata de que hacer todo lo posible para estén también con sus seres más queridos. La cuestión está, por tanto, no en sentirse menos viejos, sino mejor acompañados. Y es que sin la alegría que da la compañía de los nuestros el alma acaba desangrándose paulatinamente.

Para completar las reflexiones de García Márquez sobre el ritmo de la vida en la madurez, voy a permitirme el atrevimiento de hacer otra consideración que tiene que ver con lo poco que aprovechamos la sabiduría de los que alcanzan la edad longeva. En la vida alocada de hoy recurrimos muy pocas veces a unas personas muy juiciosas que suelen estar muy cerca de nosotros. Me refiero a los que denomino “sabios del bastón”, esto es, esas personas, que podemos encontrar con frecuencia en nuestros pueblos y ciudades, sentadas en las plazas o ante las puertas de sus casas, y que llevan, como símbolo de su autoridad, un cayado, en el que suelen apoyar sus manos, haciendo reposar su cabeza sobre ellas.

Los sabios del bastón suelen reflejar en su rostro la larga vida que llevan consumida y, si se les mira atentamente a los ojos, se ve que emana de ellos una gran sabiduría, adquirida principalmente a través de la experiencia y la observación. La experiencia, les habrá hecho reparar en que la vida humana es, como ha dicho Rom Harré, “una mezcolanza errática, a veces irracional e inexplicable en apariencia, de lo maravilloso y lo horrible”. Y la observación, les habrá permitido obtener un fruto de extraordinario valor: conocer a las personas.

Estos sujetos hablan poco y, al contrario de lo que nos ocurre a la mayoría, les gusta escuchar a los demás antes que oírse a sí mismos. Pero cuando hablan, saben muy bien lo que dicen. Por eso, si en este mundo alguien tuviera el poder de hacer callar por un instante a todos los que estuvieran hablando sin saber, la voz de aquéllos sería una de las pocas que romperían el profundo silencio en que habría quedado sumido nuestro planeta. Pero los sabios del bastón sólo enseñan a vivir, no reparten bienes materiales. Se limitan a resumir con pocas palabras sus reflexiones sobre los distintos problemas de nuestras vidas. Pero que nos enseñen a vivir, es algo que no suele interesarnos. Tenemos tan alto concepto de nosotros mismos, que entre aprender o enseñar nos sentimos más preparados para esto último. Con lo listos que nos creemos, los consejos de los sabios del bastón no pueden ser más que “rollos” que nos hacen peder nuestro escaso y “valioso” tiempo.

La consecuencia es que estamos desperdiciando a los sabios de la vida, a los que atesoran lo más difícil de aprender, que es saber vivir. Pasamos a su lado sin detenernos, no ya a escucharlos, es que ni siquiera los miramos. Somos tan necios que los hemos apartado de nuestras vidas. Tal vez, porque sólo vemos en ellos el resultado que produce la edad en el cuerpo, sin reparar, en cambio, lo que acontece en su alma que está repleta de sabiduría. Estamos tan ciegos que mereceríamos que nos dieran con su bastón, para ver si así dejamos de ser ilusos sedientos de bienes materiales y nos aprovechamos de lo mucho que saben los longevos.

Por lo que tiene de bueno la madurez, no comparto la opinión de Oscar Wilde, cuando dice que la tragedia de la vejez no es que uno sea viejo, sino que uno es joven. Pero para que esto no suene a consuelo –porque soy de los se acercan a los últimos tramos de la vida- prefiero pensar con André Maurois que es preciso que los jóvenes sean injustos con los hombres maduros, porque si no, los imitarían y no se progresaría.

 

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