El privilegio del novelista
El autor de una obra literaria es el único dueño de sus ideas mientras las va concibiendo en su intelecto. Y lo sigue siendo aún mientras las está expresando por medio de la escritura. Pero cuando las publica y las pone a disposición de los demás, se van llenando de las «adherencias» inherentes a la interpretación ajena. Y entonces se produce una mixtura entre lo propio y lo ajeno, que hace que, no pocas veces, las ideas originarias retornen irreconocibles incluso para quien las concibió. Por eso, pido perdón por adelantado si malinterpreto alguna obra ajena.
Desconozco lo que quiso decir exactamente Antonio Machado cuando escribió «caminante no hay camino, se hace camino al andar». Este pensamiento puede interpretarse en el sentido de que para el poeta el futuro no está escrito, sino que la vida de cada uno es la que va haciendo cada día. Lo cual me parecería muy acertado de no ser porque hay sujetos que tienen el privilegio de poder hacer real, mediante la ficción, un momento de su vida futura. Me refiero a los novelistas, que pueden hacer camino, aunque sea imaginario, con sólo escribirlo, y sin tener que andarlo.
Esto es algo de lo que me ha sugerido la lectura de la última novela de Gabriel García Márquez, Memoria de mis putas tristes. En el año 2002, este excelente escritor publicó Vivir para contarla, una parte de sus memorias. Esta obra, como todas las de su género, miraba hacia el pasado, pero en ella García Márquez, según sus propias palabras, no nos contó la vida que vivió, sino la que recordaba haber vivido. Pero ya fuera real o recordada, lo cierto es que se trataba de un tramo del camino ya andado por él y no de un camino que tenía por recorrer.
En su última novela me parece que el escritor colombiano se da el gusto de fingir para todos sus lectores una parte de su camino que aún no ha andado y que no sabe si recorrerá alguna vez: el año noventa de su existencia. Es cierto que no dice en ningún momento que él es el protagonista de la historia. Pero es que no puede decirlo, porque el relato está escrito por alguien que ha cumplido 90 años y él sólo tiene 76. Pero en la obra hay pistas que sugieren que es él quien se ha trasladado, por medio del privilegio de la ficción, a ese momento futuro de su vida. Una de las pistas es que el protagonista es el único que no tiene nombre: los otros personajes le llaman «sabio triste» o simplemente «sabio». Hay otras, pero no es posible referirse ahora a ellas.
Pues bien, en lugar de realizar el acostumbrado lamento por los años idos, el autor glorifica la vejez. Y lo hace eligiendo el amor como tema central de la vida que imagina a los 90 años: el día en que cumple los noventa es el principio de una nueva vida a una edad en que -como dice el protagonista- la mayoría de los mortales están muertos. El privilegio de la ficción le permite a García Márquez imaginar y relatar detalladamente el año en que cumple los noventa, y acabar el relato diciendo: «Era por fin la vida real, con mi corazón a salvo, y condenado a morir de buen amor en la agonía feliz de cualquier día después de mis cien años». Un verdadero canto a la vida.