El hombre de clausura
Pasadas las nueve de la mañana, sonó el timbre exterior justamente cuando acababa de sentarse en el cuarto de estar con la bandeja del desayuno. Abrió la puerta, y vio un mensajero con un paquete en la mano que preguntó si estaba en casa alguien que se llamaba como él. <<Soy yo>>, respondió, al tiempo que alargaba la mano para coger el paquete. <<Me firma aquí, por favor>>, dijo el motorista. Después de cerrar la puerta, volvió hacia la estancia escudriñando el envío y, sobre todo, los datos del remitente.
Dejó el paquete sobre la mesa, y desayunó lentamente mientras leía los titulares del diario local. Aquella mañana, sentía un ligero dolor de cabeza que habría atribuido al exceso de vino de la noche anterior de no haber sido porque ese día comenzaba la primavera. A pesar de que no esperaba ningún paquete, no sintió la natural curiosidad de quien recibe un envío sorpresivo. Había reconocido el nombre de la remitente, y recordó que en una cena, durante el último fin de semana, le había prometido enviarle un libro.
En el transcurso de aquella cena, creyó que el libro y la historia que había contado sobre él eran fruto de su fantasía. Y sin embargo, ahora lo tenía entre sus manos. Era una edición de 1796, bien encuadernada, con unas pastas duras de color rojo desvaído, con recuadros labrados en oro y un arabesco grabado en el centro con surcos tintados de dorado, negro, blanco y gris. Entre las hojas del libro sobresalía una carta escrita a mano que decía: “Hola José. Aquí te mando el libro del que te hablé.¡Que lo disfrutes! Un beso, Marian”.
El autor era Julius Masseda y se titulaba “El prodigio del torreón”. Marian les había contado que en él se relataba la historia de la visita de Julius a un convento de clausura, durante la cual había golpeado sin querer el saliente de una pared, abriéndose al momento un hueco del que partía un pasadizo que conducía hasta un torreón. Pero lo realmente sorprendente no había sido la súbita apertura de la entrada, sino los efectos que le había producido su permanencia en aquella torre del convento. Marian afirmó que en la obra se aseguraba que quien siguiera los pasos en ella detallados, podía beneficiarse de los mismos efectos que Julius Masseda. Aunque había escuchado la historia con atención, José le negó toda verosimilitud, ofreciéndose incluso a experimentar personalmente la aventura.
Creyó que todo aquello había quedado en una de las muchas conversaciones irrelevantes que se mantienen durante una cena entre amigos. Sin embargo, el envío del libro significaba que Marian había tomado en serio su ofrecimiento. Así que si no quería ser calificado de fanfarrón, no tenía más remedio que aceptar el envite. Habían quedado durante la cena en que lo primero que tenía que hacer era leer detenidamente el libro. Y después concertar con Marian y los otros comensales la fecha en que iba a visitar el convento. Tras agradecerle el envío del libro, convino con ella que destinaría el fin de semana a leerlo y que la visita al convento sería durante la semana santa.
El viernes, después de dormir la siesta, tomó el libro, notando al instante que tenía un tacto húmedo y que desprendía un cierto olor a rancio. Sus páginas amarillentas se despegaban con dificultad, estaban surcadas por ondas y algunas de ellas tenían pequeñas chorreras como si se hubiesen mojado. El libro comenzaba advirtiendo que la historia que relataba podía parecer inverosímil, pero su autor aseguraba con rotundidad que todo era cierto y que si alguien repetía la experiencia, no era descartable que pudiera llegar a sucederle lo mismo. A pesar de las advertencias, José emprendió su lectura con una fuerte dosis de escepticismo. No sólo porque esa era, por lo general, su postura ante la vida, sino también porque su excesivo realismo le hacía aborrecer todo lo que sonara a ciencia ficción. Pero a medida que avanzaba en su lectura, aumentaba su fascinación por el relato, hasta tal punto que lo acabó de un tirón, bien entrada la mañana del sábado.
El convento estaba en Santiago de Compostela y el horario de visitas era de diez a dos y de cinco a siete. La mañana del Jueves Santo se presentó a las diez menos cuarto, haciendo el quinto en la hilera de los visitantes. A la hora en punto, comenzó la visita guiada. A medida que se adentraba en el convento, José iba reconociendo palmo a palmo cada uno de los lugares por los que pasaba. Sobre las diez y veinticinco llegó, por fin, al punto en que debía aparecer el saliente que hacía de resorte para entrar en el torreón. Y allí estaba. Haciéndose el distraído se fue rezagando hasta quedar de último y dando un golpe de cadera vio estupefacto que se abría el hueco que tan precisamente había descrito Julius. Impulsado por la curiosidad, pero bastante atemorizado, penetró en el pasadizo, cerrándose inmediatamente el hueco de la pared. Extrajo la linterna de su mochila y vio el pasadizo que, según el relato de Julius, había de conducirlo hasta el torreón. Tras andar unos veinte metros, aparecieron las escaleras de caracol que ascendían hasta la única pieza que había en aquella torre. Todo estaba tal cual lo había descrito Julius. Así que lo único que quedaba por hacer era repetir todo lo que éste había hecho.
José estaba muy tenso, porque se encontraba encerrado en un torreón, teniendo que fiarse de que volviera a tener lugar la experiencia sufrida por un sujeto a finales del siglo XVIII. Le tranquilizó pensar que Marian había leído el libro y que ella y los demás comensales sabían que estaba allí. Así que confiaba que, en el peor de los casos, acudirían al cabo de tres días a buscarlo. Se sentó en la tierra húmeda e inspeccionó con el punto de luz de la linterna las paredes del torreón. Allí estaba la mirilla a la que debía asomarse todos los amaneceres y los atardeceres de cada uno de los tres días que tenía que permanecer en el torreón.
Al asomarse la primera vez vio algo asombroso. Como si retrocediera en el tiempo varios siglos, divisó un grupo de monjes silenciosos que trabajaban el campo con sus azadas, mientras otros manipulaban morteros y recipientes en torno a un gran alambique del que salía un líquido de color verdoso. De pronto, la visión desaparecía, avistando en su lugar un gran patio vacío enmarcado por soportales. Y así, las seis veces de los tres días, con la diferencia de que en cada una de ellas los monjes cambiaban de oficio.
De acuerdo con lo escrito en el libro, José tenía que haber recibido ya los efectos narrados por Julius. A la mañana del cuarto día, bajó las escaleras del torreón y sin saber cómo se encontró de repente en el pasillo, detrás de un nuevo grupo de visitantes que recorrían el convento. Siguió con ellos hasta la salida. No podía dejar de pensar que había logrado traspasar los muros del torreón sin salir por ningún hueco. Su razón se negaba a admitir que se hubiera convertido en un espíritu, pero allí estaba de carne y hueso, después de atravesar unos muros de piedra.
Pero lo más sorprendente sucedió cuando se encontró con Marian y los demás. Se había convertido en un “hombre de clausura”: podía verlos sin ser visto.