El G-20 y la necesidad de un debate filosófico de fondo
Aunque según una inexacta simplificación de la prensa se pretenderá de «refundar el capitalismo», lo cierto es que el próximo día 15 se reunirán en Washington representantes de 20 Estados, el llamado G-20, con el objetivo principal de promover la estabilidad económica y financiera internacional, gravemente alterada por una masiva pérdida de confianza en las instituciones crediticias.
A poco que se reflexione, se cae en la cuenta de inmediato en que los acontecimientos de interés general se vienen sucediendo a un ritmo tan vertiginoso que el ser humano en los últimos tiempos ya no se asombra casi por nada. Y es que si a mediados de noviembre de 1989 caía el Muro de Berlín y con él el sistema económico del colectivismo, en estos momentos estamos asistiendo a una crisis del sistema financiero del capitalismo moderno, de tal envergadura que amenaza con hundir la economía mundial.
Estos dos graves acontecimientos que, en tan pocos años y de manera sucesiva, han puesto patas arriba los dos grandes sistemas ideológicos elaborados hasta ahora por el hombre moderno: el colectivismo y el capitalismo, invitan a reflexionar si no ha llegado la hora de plantearse la necesidad de un gran debate de tipo filosófico y a nivel mundial sobre las nuevas bases en las que debe asentarse la vida humana futura.
No digo que no sea conveniente dejar que los políticos del G-20 debatan el día 15 en Washington cómo parchear los numerosos pinchazos que tiene la rueda del sistema financiero mundial. Pero creo que no exagero si afirmo que hasta ahora no les hemos escuchado ideas ilusionantes que nos devuelvan la confianza en el sistema. Tanto es así que una de las ideas que se está manejando para atajar esta crisis financiera mundial es promover un control más severo sobre las entidades de crédito de los distintos países, a imagen y semejanza del que ejerce entre nosotros el Banco de España. Lo cual, además de un reconocimiento expreso de que hasta ahora había un control insuficiente a nivel internacional, supone tomar como ejemplo el modelo español que tan excelente no debe ser cuando no ha evitado que nos hayan salpicado ?y no poco- las quiebras de los principales bancos de negocios extranjeros. Si a todo esto se añade que el principal debate que ha mantenido en estos días nuestra clase política ha girado en torno a si España iba a asistir o no a la reunión, y, en menor medida, si íbamos a ocupar una silla ajena o tendríamos una propia, no me extrañaría que entre muchos de nosotros llegase a cundir el desaliento.
Pero, ante la lógica desconfianza que provoca una buena parte la clase política actual, que parece estar más a los focos (la notoriedad de los medios) y a las palabras (empleo de eufemismos para ocultar la realidad) que a las cosas (solucionar nuestros problemas reales), habría que hacer un llamamiento a los intelectuales de nuestros tiempos (los actuales Sastre, Camus, Russell, Huxley, Ortega y Gasett, etc.) para que en el marco de la Universidad, como templo del saber, debatan con profundidad las nuevas ideas y valores que deben inspirar la vida de lo que resta de siglo. Una vez sentados los nuevos pilares en los que fundamentar la convivencia futura, correspondería a los políticos su puesta en práctica, pero sin el narcisismo del que vienen haciendo gala, porque ya han roto el espejo de tanto mirarse en él.