El autodesprestigio de los políticos

La Voz de Galicia
Domingo, 21 de marzo de 2009

Cuando a finales de la década de los setenta se iniciaba el actual –y esperemos que definitivo- período democrático, muy pocos de los que tuvimos el enorme privilegio de vivir la admirable transición democrática podíamos imaginar que la actividad política iba a desembocar en la preocupante cuota de desprestigio que tiene en nuestros días.

La última encuesta del CIS de diciembre de 2008, que coincidía con el trigésimo aniversario de la Constitución, revelaba que las instituciones más valoradas por los españoles son la Monarquía, el Ejercito y la Policía, mientras que las de peor consideración eran la Justicia, el Senado y el Congreso de los Diputados. Y en el Barómetro Global de la Corrupción 2007, elaborado por la ONG “Transparency International” se señala que, según la opinión mayoritaria de la ciudadanía española (el 62% de los encuestados), los partidos políticos son la institución más corrupta.

Esta enorme pérdida de credibilidad en tan poco tiempo es, a primera vista, sorprendente, toda vez que la actividad política por tener como objetivo esencial el servicio a los demás debería ser el principal objeto de deseo de nuestros mejores ciudadanos. Sin embargo, a poco que se medite sobre el modo en  que nuestros políticos actuales rigen los asuntos públicos, desaparece de inmediato esa inicial perplejidad. Y es que cada vez es más frecuente que en la contienda política, en lugar de debatir los asuntos públicos enfrentando unos argumentos con otros, se responda con las frases manidas e intelectualmente inaceptables de “tú más” o “tú peor”. Con lo cual, los ciudadanos, en lugar de escuchar cómo piensan resolver nuestros dirigentes los graves problemas que nos asolan, oímos espetarles a sus adversarios que cuando gobernaban ellos, lo hicieron todavía peor. Esta respuesta, además del grave defecto de carecer de la más mínima referencia a la posible solución de nuestros problemas, es infantilmente jaleada con estruendo desde los estrados del propio partido. Y claro si los políticos se dedican públicamente a hablar mal unos de otros, lo normal es que los ciudadanos acabemos creyendo que tienen muy poco nivel, y que se les vaya agotando el escaso prestigio que pueda quedarles.

Porque ¿qué pensaríamos de los abogados si, en lugar de defender la posición de sus respectivos clientes, se dedicaran ante el Tribunal a recordarse los pleitos que perdieron y los graves errores que cometieron? O ¿qué pensaríamos de los médicos si en lugar de operar a los enfermos se dedicaran a echarse en cara los pacientes que se les murieron en la mesa de operaciones? Se puede aseverar sin temor alguno a equivocarse que si tales profesionales ejercieran de este modo imaginario sus respectivas actividades, perderían instantáneamente su prestigio y la clientela.

Los nuevos tiempos que se abren para Galicia tras las elecciones son una buena razón para cambiar el modo de hacer política. Las primeras palabras del próximo Presidente apuntan hacia eso.

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