El ataque al derecho a informarse
Desde que, a finales del pasado mes de enero, el Profesor Roberto Blanco Valdés y su familia, fueron objeto de un atentado mientras dormían, llevado a cabo, al parecer, por unos cobardes terroristas que militan en el independentismo gallego, se han publicado brillantes artículos sobre este hecho. En algunos, predominaba el aspecto personal de afecto y apoyo al citado profesor; pero, en todos, había tanto una encendida defensa de la libertad de expresión, como una enérgica condena del repugnante atentado de esa minoría fascista y excluyente.
Blanco Valdés ha sido uno de los alumnos más brillantes que he tenido en mi ya larga carrera profesoral, y tras haber seguido muy de cerca su trayectoria personal y profesional, puedo decir que me siento orgulloso de haber sido su profesor y de ser su amigo. Mostrar, pues, públicamente el gran afecto y la sincera admiración que le tengo pienso que no le vendrá mal en los duros momentos por los que está pasando. Pero con Roberto me une algo más. Es mi ahijado universitario, ya que tuve el honor de ser elegido padrino de su promoción de Derecho en mi época de profesor en la Universidad de Santiago. Y como padrino “tengo que asistirlo para sostener sus derechos”, como dice la tercera acepción gramatical de esta palabra.
Pues bien, además de su derecho a la libertad de expresión, en el cobarde atentado del que fue víctima se vieron afectados otros dos derechos fundamentales: uno suyo, el de comunicar libremente información; y el otro de todos nosotros, el de recibir libremente la crítica política que contienen sus excelentes y cabales artículos de opinión. Por eso, el ataque de esos enfermos de espíritu, de esos fanáticos intransigentes, que, en lugar de rebatir con argumentos convincentes las opiniones adversas, tratan de amordazarlas atemorizando a sus autores, no sólo ha vulnerado el derecho de quien, como Roberto, se dedica a comunicarlas, sino también el derecho que tenemos todos sus lectores a recibirlas.
Estas palabras, más que a los autores materiales de tan vil acción –que no van a leerlas- van dirigidas, primero, a todos nosotros para que no olvidemos lo que está en juego: sin la preservación de una comunicación pública libre no hay sociedad democrática ni soberanía popular. Pero sobre todo es una llamada de atención para todos aquellos que han ido inoculando alevosamente en nuestros menores, ya desde sus primeros años, un pensamiento totalitario que los ha convertido en espíritus intransigentes y fanatizados.
En homenaje a Roberto Blanco, todo un ejemplo de tolerancia, vuelvo a citar un pasaje de la obra “Castellio contra Calvino”, de Stefan Zweig, que viene muy a cuento: “Esos fanáticos de una sola idea y un único proceder son los que, con su despótica agresividad, perturban la paz en la tierra y quienes transforman la natural convivencia de las ideas en confrontación y mortal disensión”.