El afán de salvar

La Voz de Galicia
Domingo, 6 de enero de 2008

Se puede afirmar que el anhelo de la inmortalidad acompaña al ser humano desde el momento mismo en el que fue consciente de su existencia. La dificultad de admitir la inmortalidad del hombre como conjunto de alma y cuerpo (la descomposición del cuerpo humano es demasiado visible), hizo que surgieron formulaciones filosóficas que, tras propugnar la separación ideal de ambos elementos, predicaran la inmortalidad del alma. Pero como no todos los hombres se comportaban de la misma manera, había que situarse en la óptica del bien y del mal, y dar un paso más: sostener que solamente las almas justas alcanzan la verdadera inmortalidad.

Formulada esta idea, surge en el ser humano el afán de ser justo para poder así salvar su alma. A tal efecto, dispone de dos caminos: el del amor y el del temor. Por medio del primero, los que dan por sentada la existencia de un Ser-Creador corno principio de todas las cosas, pregonan principalmente la vía del amor a Él como senda para alcanzar la salvación eterna. Pero por si este camino no es eficaz, también recurren a la vía del temor: se amenaza al hombre con todas las penas y tormentos imaginables para que abandone la senda del mal y entre en la de la salvación.

Por lo general, la vida espiritual del ser humano no ha sido un ámbito en el que solieran meterse los políticos, dedicados sobre todo a procurar el bien material de los ciudadanos. Razón por la cual, o estaban al lado de los que se afanaban en salvar el alma de los hombres, pero sin implicarse demasiado; o calificaban esta tarea como el opio del pueblo, ofreciendo, desde esta última opción, una vía alternativa, si no para salvar el alma, sí como vía de redención del hombre por el hombre.

Pues bien, habiendo perdido en nuestra sociedad materialista cierta intensidad el afán de salvar el alma, está surgiendo en el hombre occidental un nuevo afán de salvar, cuyo objetivo es el Planeta. Pero, a diferencia de lo que sucede con el alma, el afán de salvar la Tierra es una tarea especialmente atractiva para ciertos políticos. Porque al no tener nada que ver con el alma, carece de connotaciones religiosas; como es una tarea altruista, ya que persigue el bien ajeno, el de todos, a costa del de cada uno, se sienten cómodos en ella; y, finalmente, como no hay resultados a corto plazo, se pueden entretener hablando todo lo que quieran de lo que habría que hacer, sin decidirse a tomar alguna medida.

Lo curioso es que en este afán de salvar la Tierra esos políticos se han convertido en una especie de nuevos predicadores de los males del Infierno, que se regodean amenazando y aterrorizando al pobre ser humano con la inminencia de todo tipo de catástrofes. Olvidan, sin embargo, que también aquí existe la vía del amor: más que intimidamos con todo tipo de calamidades, hay que enseñar desde la infancia el amor por nuestro Planeta y, sobre todo, por el ser humano que lo habita. Porque, tal vez, el mejor modo de preservar el Planeta es salvar al Hombre de lo peor de sí mismo: su extrema crueldad, su insaciable avaricia y su fanatismo asesino.

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