Devolución de distinciones

La voz de Galicia

En toda concesión de un honor se aquilatan elementos objetivos del galardonado y subjetivos de quien concede la prerrogativa y cuanto más adecuada sea su ponderación mayor será el acierto al otorgarlo. Desde luego, para atinar a la hora de atribuir una distinción es imprescindible que el destinatario tenga méritos indiscutibles. Cuanto más relevantes y menos incuestionables sean sus merecimientos, más fácil será no equivocarse al concederle el premio. Y lo contrario, si son escasas sus virtudes, no solo no acertarán quienes conceden el galardón, sino que acabarán desprestigiándolo.

Los problemas surgen cuando pesan menos los méritos objetivos del galardonado que las motivaciones subjetivas e interesadas de quienes le atribuyen la prerrogativa. Lo cual sucede frecuentemente cuando el premiado tiene poder, por lo general político o financiero. En tal caso, aunque no se diga abiertamente, el puesto que ocupa el candidato se convierte en el argumento principal para otorgarle la distinción: los demás méritos importan menos porque lo que se busca son sus favores. Y es que dada la debilísima resistencia que opone el ser humano al halago y la lisonja, la concesión de un honor está entre las principales armas para mover la voluntad de los poderosos a favor de los aduladores.

Es verdad que hay algunas distinciones que ya desde el principio son sumamente discutibles. Así sucede cuando había otros candidatos con muchos más méritos objetivos y, además, los del elegido son escasos. Las cosas se complican cuando surgen acontecimientos posteriores, que afectan al premiado y ponen en duda el merecimiento del galardón. En estos casos, los ojos acusadores del pueblo se vuelven siempre con severidad hacia el premiado. Si este ya ha abandonado el cargo, los más fervorosos partidarios de la concesión se vuelven ahora los más encendidos vociferantes para que devuelva el premio. Seguramente pensarán que si es a ellos a los que más se ve al exigir la restitución, los demás podrían llegar a dudar de si ciertamente eran ellos los que más aplaudían en el momento de la entrega. A esto se refiere el proverbio español que dice «el que hoy te compra con su adulación mañana te venderá con su traición».

Podríamos preguntarnos si merece algún reproche el político o financiero al que han premiado reiteradamente por razón de su cargo. Si es lo suficientemente autocrítico como para saber a qué responden muchos de sus premios, solo podría reprochársele haber tenido la venial debilidad de aceptarlos. Pero ¿qué decir de los que alborozada y servilmente le otorgaron el galardón para congraciarse con él porque era poderoso? ¿No habría que hacerlos responsables por haber utilizado la distinción con oscuras finalidades, a veces particulares, en lugar de emplearla como un modo limpio y objetivo de recompensar a los mejores? No sé qué pensaran ustedes, pero para mí es peor la traición de los aduladores que la vanidad del político o financiero que acepta un premio incluso sospechando que puede ser inmerecido.

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