Crispación Demagógica

La Voz de Galicia

Vivimos desde hace unos cinco años en una situación de crisis económica agobiante que está sometiendo a muchos ciudadanos a unas penurias que creíamos ilusoriamente superadas. Es muy posible que todos tengamos alguna responsabilidad por lo que nos está pasando. Pero la razón muestra que si hay unos administradores, los políticos, y unos administrados, los ciudadanos, serán más responsables de la debacle económica los gestores que los gestionados. Por eso, no es de extrañar que la sociedad española esté crispada con los que, administrando el patrimonio común, lejos de evitar la crisis, nos metieron en ella con una irresponsabilidad que tendría que haberles deparado consecuencias más gravosas que las simplemente políticas.

Uno de los efectos de la crispación que nos atenaza es que nos impide mirar las cosas con la conveniente serenidad. En efecto, las primeras reacciones de los ciudadanos ante el trágico accidente del tren Alvia en Angrois fueron espontáneas y, por tanto, guiadas exclusivamente por el corazón. La generalidad, al tiempo que se afligía por la magnitud de la tragedia, reconocía orgullosa la solidaria actuación de los vecinos del lugar y la eficacia de los medios humanos y materiales habilitados para responder a la catástrofe.

Pasados los primeros momentos de shock, nuestro pensamiento se interrogó lógicamente por las causas de la tragedia. Y aquí no hubo tanta unanimidad. Fueron bastantes los que en lugar de esperar prudentemente a que hablaran las pruebas, se inclinaron por culpar a las infraestructuras, lo que desviaba la responsabilidad del accidente hacia el ámbito de la política. Aun a pesar de que el maquinista se inculpó voluntariamente por haberse distraído, hay quien se resiste a admitir el decisivo papel que tuvo el fallo humano. Prefieren creer en hipótesis que descargan la culpa en circunstancias de la gestión política, como la señalización, el cambio de vía que exige reducir la velocidad para tomar correctamente la curva, falta de automatismos en el tren para frenar ante un exceso de velocidad, etcétera.

Es verdad que concurrían todas esas circunstancias, pero también lo es que no aparecieron de repente y por sorpresa en ese viaje: desde que se inauguró la línea estuvieron ahí y solo hubo un accidente cuando a todo ello se sumó un lamentable error humano. Por mucho que se especule, sin ese fallo del maquinista no se habría producido la tragedia. No es que la imperfecta infraestructura hiciera fallar al conductor, fue su distracción la que hizo saltar a un primer plano las carencias de la línea.

Por eso, no es admisible agitar una sociedad que ya está crispada con frases como «os mortos son seus» de un dirigente nacionalista con una irresistible inclinación a apuntar muertos a los gobernantes.

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