Calor y café
La mayor parte de los que vivimos en la suficiencia, la miseria ajena solo nos pasa rozando. En cambio, a otros -sean los que fueren, son muchos más de lo admisible- el infortunio les ha golpeado tan de lleno que malviven en la indigencia. Son los despojados por el destino, que de lo único que han ido bien servidos a lo largo de su existencia ha sido de hambre, frío, rechazo y desprecio ajenos.
Aunque habitan en nuestra misma ciudad, podemos, sin mucho esfuerzo, ignorar su existencia. Porque llevamos tan alta la mirada para contemplar todo lo superficial que suele interesarnos que no podemos ver la muchedumbre de desvalidos que se arrastran a nuestros pies.
Si nos topamos con alguno de ellos, solemos, por lo general, ignorarlos y en algunos casos hasta llegar a tener compasión, esto es, hacer brotar de nuestro interior ese «sentimiento de conmiseración y lástima que se tiene hacia quienes sufren penalidades o desgracias».
Pero con ser un sentimiento deseable, la compasión no es el mejor de los posibles, porque denota cierta superioridad en el sujeto que la siente, ya que es tan satisfactoria su situación personal que hasta puede sentir lástima no de las penalidades propias -porque se supone que no las tiene-, sino de las ajenas. Además, ser solamente compasivo supone mantener una actitud de pasividad: nos limitamos a sentir el dolor ajeno y deseamos su alivio.
Por eso, creo que el sentimiento que hay que tener respecto de los que están en la miseria es el de compatía, que quiere decir «sentir o padecer con otro». Se trata, en definitiva, de un sentimiento que encaja más en la primera acepción del verbo compadecer «compartir la desgracia ajena», que en su segunda significación de «sentir lástima o pena por la desgracia o el sufrimiento ajenos». Y es que la idea de «padecer con otro», «compartir su desgracia», implica un mayor grado de implicación en el compadeciente y revela una actitud positiva de «hacer algo» para mitigar la miseria ajena.
Hay instituciones admirables en toda Galicia -algunas bastante desconocidas para una buena parte de los gallegos- que actúan con verdadera compatía hacia ese número cada vez más creciente de los desfavorecidos.
Pero, entre ellas, me permito hacer una mención especial de la Institución Benéfico-Social Padre Rubinos, por la extraordinaria labor que viene desarrollando, sobre todo, como albergue de los sin techo. En esta maravillosa institución, los desheredados de la fortuna -en un número creciente que ya supera con exceso el centenar- encuentran cada atardecer alimento, ropa, techo nocturno, e incluso talleres para aprender un oficio.
Con ello, estoy seguro de que se ha evitado que más de uno de esos «poseedores de la nada» haya dado el salto irremediable al abismo al que aboca la más extrema desesperación. Su programa Calor y Café, proporciona a esos desvalidos afecto, cariño, cercanía, y en lo material todo lo necesario para salir cada día a soportar con sorprendente dignidad su lacerante situación.