Bufones en rosa

La Voz de Galicia
Lunes, 20 de marzo de 2006

Con más frecuencia de la deseable, solemos emplear ciertos calificativos para referirnos con enfado a alguien que ha hecho algo sumamente detestable. Así sucede cuando llamamos payaso de modo despectivo a quien no es precisamente un artista de circo que hace reír. O cuando denominamos alimañas a los terroristas, siendo así que sus acciones criminales son infinitamente más perniciosas que las que llevan a cabo dichos animales a los que para subsistir no les queda más remedio que cazar, aunque con ello nos perjudiquen.

Pero es el propio Diccionario de la RAE el que de algún modo ampara estas aparentes injusticias en la utilización del lenguaje. Porque payaso, además de tener la acepción de artista de circo que hace de gracioso, significa persona de poca seriedad que tiende a hacer reír con sus dichos; y por payasada se entiende «acción ridícula o falta de oportunidad». Y lo mismo se puede decir de la palabra alimaña, que referida a los animales tiene el significado anteriormente indicado, pero que puede ser entendida también como «persona mala, despreciable, de bajos sentimientos».

Lo que antecede obliga a aclarar el sentido que damos a la palabra bufón. No se emplea en su acepción más noble de «personaje cómico encargado de divertir a reyes y cortesanos con chocarrerías y gestos». Estos personajes, cuya propia deformidad física provocaba la risa de los espectadores, desempeñaban su papel con notable dignidad y estaban dotados en no pocas ocasiones de una fina inteligencia que se manifestaba sobre todo en sus irónicas ocurrencias. Aquí se utiliza la palabra bufón en la acepción mucho menos favorable de truhán o sinvergüenza que vive de divertir a base de engaños, cuentos o patrañas. Pues bien, así como los bufones de la primera especie han desaparecido, los de la segunda, y más concretamente los del mundo rosa, son, por desgracia, cada vez más numerosos. Y lo que es peor, les estamos abriendo de par en par cada vez más resquicios por los que se inmiscuyen en nuestras vidas.

La proliferación de programas de televisión sobre el mundo rosa o del corazón, está haciendo desfilar ante nuestros ojos a una serie de individuos absolutamente irrelevantes que exponen, sin pudor alguno y mediante precio, una deformidad espiritual difícilmente soportable. Esta legión de cotillas tiene inicialmente el único y dudoso mérito de haber sido pareja de alguna persona conocida, o de haber trabajado a su servicio, o de haber tenido la cercanía necesaria para poder despellejarla con una apariencia de verosimilitud. Y una vez alcanzada la necesaria notoriedad, se convierten ya en bufones del mundo del corazón, pasando desde entonces a cobrar, y no poco, por hablar de los aspectos más sórdidos de su propia vida y de las de otros. Mientras tanto, los telespectadores, como los reyes y cortesanos de entonces, contemplamos con fruición tan deleznable espectáculo. Si fuera verdad que los programas de televisión responden a la demanda del público, no quedaría más remedio que preguntarse sobre las razones por las que hemos caído tan bajo, bien sea porque, en un país de envidiosos, criticar une mucho, bien sea porque la desgracia ajena acrecienta nuestra autoestima.

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