La sentencia sobre el Estatuto y la arbitrariedad

La Voz de Galicia
Martes, 24 de Agosto de 2010

Cuando se interpone un recurso de inconstitucionalidad de una norma jurídica ante el Tribunal Constitucional, se inicia un proceso, en el que se pone en juego el Estado Democrático de Derecho, del que resultará a una sentencia que resolverá el conflicto planteado y que concluirá cuando tal sentencia se cumpla. De tal suerte que el cumplimiento de la sentencia del Tribunal Constitucional, además de resolver el conflicto jurídico plantado, supone también restablecer la paz “política” alterada y dejar muy claro que todos los ciudadanos y los poderes públicos están sometidos al imperio de la Ley.

Se comprende, por ello, que el propio Tribunal Constitucional español haya llegado a afirmar en una antigua resolución de 1984 (STC 64/1984) que el incumplimiento de una sentencia por parte de los poderes públicos supone un grave atentado contra el Estado de Derecho. Y es que en el estricto cumplimiento de la sentencia no sólo está en juego el derecho subjetivo del vencedor en juicio, sino también una cuestión de capital importancia para la efectividad del “Estado democrático de derecho” que proclama la Constitución.

Por eso, si en algo tiene que mostrarse verdaderamente inflexible todo demócrata es en que se cumpla las sentencias de los tribunales, y, por encima de todas ellas, las del Tribunal Constitucional que es el máximo intérprete de nuestra Carta Magna. Porque por muy laxo que se pueda ser a la hora de calificar a alguien como demócrata, no parece que deba reconocérsele tal condición al que lleve a cabo actos que supongan -y son palabras del Tribunal Constitucional- “un grave atentado al Estado de Derecho”.

Con anterioridad a la sentencia del Tribunal Constitucional sobre el Estatuto de Cataluña, se podía opinar libremente sobre si este texto normativo respetaba o no la Constitución. No eran más que juicios de particulares con mayor o menor relevancia pública sobre algo que era todavía opinable. Pero dictada la sentencia, ha quedado fijado definitivamente lo que el Estatuto contenía de inconstitucional. A partir de ahí, lo mejor para el Estado Democrático de Derecho sería que nuestros gobernantes dieran ejemplo público de acatar las sentencias, por muy desfavorables que pudieran ser para sus intereses partidistas.

Que se sostenga ahora que no hay ninguna vía constitucional para conceder a Cataluña unas competencias que tal y como figuraban en el Estatuto eran inconstitucionales, es en este momento una opinión. Pero si esto es cierto, también lo es que poner en marcha actuaciones que parecen significar que no se acata lo resuelto por el Tribunal Constitucional, supone tanto como enviar el mensaje de que el poder político puede, cuando le conviene, “bordear” lo dictado por el genuino intérprete de la Constitución. Y este recado sí que me parece peligroso, porque minusvalora la función de dicho Tribunal, y, sobre todo, porque podría adentrarnos en la indeseable y denostada arbitrariedad, propia de otros regímenes políticos.

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